La última película de Hirokazu Koreeda llega a nuestra cartelera tras su paso por el pasado Festival de San Sebastián.
La sencillez siempre ha formado el círculo de lo infravalorado, de aquellas que han calificado como obras menores de grandes cineastas. Hirokazu Kore-eda no ha sido una excepción con una cinta compuesta por la ingenuidad, inocencia y deseos de dos hermanos separados por la distancia y unos padres divorciados. Un volcán que no para de escupir cenizas, un abuelo obsesionado con los dulces tradicionales, una abuela que quiere aprender a bailar el hula y una madre que busca rehacer su vida suponen los contrates con otro hermano menor, que vive con su infantil padre que intenta meter la cabeza en el mundo de la música. Mientras el primero es inconformista con su situación y busca el ‘milagro’ para revocarla, el segundo es feliz con sus amigos y ayudando a su padre tanto en la casa como en los conciertos que da su grupo. Kiseki (Milagro) pretende explorar el milagro de la simpleza tanto dentro y fuera de la pantalla. Conseguir que de las pequeñas cosas ocurran otras mayores e irreales en los marcos de la realidad. Podría formar parte de la filmografía Shunji Iwai o de la herencia de He nacido, pero… (Y sin embargo hemos nacido), aunque el director parece querer simplemente que su obra transpire vida.
Algo sencillo puede ser un milagro. Trenes y mundos que chocan para formar otros. Con un argumento compuesto de la premisa anterior se establece que dos trenes de alta velocidad, que inaugurarán una nueva línea, se cruzarán en un hipotético punto. Cuando los trenes bala se encuentren bastará estar presente allí para formular un deseo. En ese punto el milagro que establece el niño protagonista, Koichi, es algo egoísta. ¿Algún milagro y deseo que se pide acaso no lo es? En su caso quiere juntar a su familia rota gracias a la destrucción que provoque un volcán. Pero ese deseo e intención inicial de asistir al momento de ese ‘milagro’ se extiende entre ambos hermanos, sus compañeros de clase, amigos y familiares. Las pequeñas acciones nacidas de buenos sentimientos acaban convirtiéndose en algo mayor. La intención de Hirokazu Kore-eda es asistir algo global que forma una deseo individual y que, finalmente, compone el mundo. En asistir a ese contraplano continuado de los pequeños detalles que son parte de las vidas de esos niños.
Esperar un milagro que una de nuevo los caminos. Las metáforas entre trenes, destinos, niños e intersecciones. Intersecciones cinematográficas como los paralelismos férreos con Cuenta conmigo. La canción de Quruli y una secuencia de montaje hacen el resto. La universalidad de la historia se entrelaza desde el sentido y germen más precoz, la infancia. Es momento de aprender de los viajes y de las experiencias. Los deseos tal vez no cambien el mundo pero sí a nosotros mismos y nuestra perspectiva de la vida.
El director de After Life ha pulido un filme sin antagonistas salvo sus propios deseos, donde los niños ejercen el protagonismo y los adultos son meros satélites a su alrededor. Ellos son el milagro, el volcán que está en camino de erupción y el futuro; parece que Kore-eda lo tiene claro. Los pequeños y hermanos en la vida real, Ohshirô y Koki Maeda, consiguen en su primera actuación en la gran pantalla una complicidad absoluta con los espectadores. Nos develarán el significado de la palabra ‘indie’ y crecerán y madurarán, pese a su escasa edad, para continuar el camino de esas vidas que forman un agradecido milagro para los que presenciamos ese cruce de ‘niños bala’. No se olvide de pedir su deseo antes de que finalicen los títulos de crédito.