29 de marzo de 2024

Críticas: Iceberg

El tercer largometraje de Gabriel Velázquez se muestra como una obra más arriesgada que acertada. En las notas del director cedidas por la distribuidora antes del pase, podíamos leer la siguiente frase: «hay una gran apuesta formal por un estilo austero y contemplativo, casi minimalista». Y efectivamente, tanto a nivel visual como sonoro, hay una búsqueda de un lenguaje que desnude a los personajes y que acabe por producir un retrato casi inconsciente de éstos. Es evidente la intención de ahondar en el naturalismo, en lo ascético. Pero las búsquedas y las intenciones muchas veces no acaban en realidades palpables, no terminan de traspasar la pantalla y llegar a las butacas. Hay que valorar y apreciar en su justa medida esta apuesta, pero como tal, puede ganarse o perderse. En este caso, nos parece que pierde.

Es realmente complicado extraer emoción y sensibilidad bajo estas claves narrativas. La cámara es muy fría por sí misma, ella se limita a registrar en el celuloide o en el disco duro aquello que tiene delante suya. Son los ojos del director los que otorgan la personalidad y la emotividad. Si esta mirada se pretende hacer de manera observacional y distanciada, el reto es doble. Ya que el objetivo no deja de ser el mismo: contar historias, generar sensaciones, poder vivir otras vidas. Y tal vez este efecto no se consiga por un argumento demasiado cerrado, demasiado ficcionado en un sentido clásico, en contraste con esa estética naturalista. El despojamiento visual y sonoro no va acorde a unas historias por las que no fluye la vida, no respiran esa autenticidad pretendida.

Consciente o inconscientemente, el film de Velázquez tiene muchos ecos en su forma de la magnífica Wendy y Lucy de Kelly Reichardt. Un ejemplo perfecto de cómo no interponer el argumento de una obra de ficción ante algo que parece querer ser un trozo de la vida de una persona; y en este caso es necesario remarcar el término “persona”, porque en este tipo de films los personajes tienen que tender a ser lo más reales posibles, necesitan de personalidades poliédricas y ricas para mantener el interés, y para dotarlo de mayor credibilidad. Reflexionando sobre ello sabemos que es irreal, que también hay una serie de mecanismos y recursos que fuerzan esos hechos. Pero cuando lo vemos, es algo que nos creemos, que pertenece a nuestro mundo.

En Iceberg, el intento de simular la espontaneidad y el no intervencionismo sobre lo que filman es muy fallido. La puesta en escena resulta excesivamente forzada, al igual que las distintas situaciones dramáticas que se van sucediendo. ¿Por qué todo tiene que deparar en algo? ¿Por qué no arriesgarse hasta el fondo y dejar a un lado los grandes dramas de la ficción? Si la idea es hacer una obra en la que la descripción de unos personajes es lo más importante, y no tanto las cosas que le pasan, es innecesario y contraproducente acabar cayendo en cualquier tipo de efectismo. Estamos hartos de ver películas de problemática adolescente a lo largo y ancho del mundo, y es inevitable que nos suene bastante impostado ver a dos chicos de 17 años viviendo en una cabaña, en un río cercano a Salamanca, cazando peces en una piscifactoría como medio de vida; o a otro chico menor, que tras sufrir un accidente de tráfico en el que han muerto sus padres, parece vivir solo en su casa. Hacer un estereotipo es malo, pero en esta película lo peor es caer en lo inverosímil, como así le sucede una y otra vez. Afrontar una historia de forma cruda y que los hechos narrados no despierten veracidad supone su gran defecto.

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