Los recuerdos como herida y cicatriz.
La vida como destellos de tiempos pretéritos. Felices, tristes o amargos. La vida como una serie de casualidades, reencuentros y resurgimientos. Dolor y gloria es la película que le brota a un cineasta en plena cúspide creativa y en la edad en que el paso del tiempo pesa tanto -o más- como un dolor en la espalda y en la que la gloria de antaño debe recuperarse para poder volver a realizarse uno mismo y revitalizar el presente. Pedro Almodóvar ha firmado una obra inconmensurable sobre la memoria y el amor en todas sus manifestaciones en la que además rinde homenaje a toda su filmografía. Una especie de celebración, no festiva, de su evolución como artista: con ecos de La ley del deseo, La flor de mi secreto, Todo sobre mi madre o Hable con ella.
Pedro Almodóvar afronta su vigésima primera película como un ejercicio de sinceridad absoluta con el espectador. El cineasta no se ha cansado de repetir que no se trata de una obra autobiográfica, pero sí en la que más componentes de realidad de su vida ha incluido en la historia narrada (la relación con su madre, la drogadicción en gente cercana, la crisis creativa, el dolor en la espalda, aunque mucho menos acusado). De este modo, Salvador Mallo, un director de cine inmerso en una profunda depresión e incapacitado para encarar un nuevo rodaje, viene a ser un álter ego del genio manchego. Los tormentosos recuerdos, reencuentros con amistades y amores del pasado, la auto soledad impuesta y la parálisis creativa confluyen en un momento vital preso del incesante dolor. La pasión por el trabajo (el amor hacia el cine) y la cicatrización de viejas heridas serán las dos únicas herramientas para volver atisbar la luz. La necesidad de narrar lo segundo pondrá en bandeja recuperar lo primero; la salvación de Salvador.
La película arranca con el protagonista zambullido en una piscina y levemente aflora en su cabeza el primer recuerdo, también rodeado en el agua, en un río, la música que canta una vecina (Rosalía), los juegos con el jabón y, por supuesto, la madre. Omnipresente en la inmensa mayoría de recuerdos que conforman el rompecabezas de Salvador presentado como una cristalización de los temores y situaciones que ha padecido y superado el propio Almodóvar. Todas las piezas tienen un nexo en común: el amor, ya sea hacia la madre, hacia el novio más importante, hacia el amigo perdido por el orgullo de ambos, hacia la fiel compañera de trabajo y, por último, hacia el trabajo, el cine. La reconciliación con todos ellos nutre y conmueve a unos niveles nunca antes vistos en su filmografía. Los recuerdos son heridas, pero también son cicatriz, abren segundas oportunidades con seres queridos, nuevos retos artísticos o la paz interior ante la imposibilidad de entablar una conversación pendiente o cumplir una última promesa. Estos recuerdos del pasado y reencuentros del presente son aleatorios y casuales, respectivamente, pero todos conforman una estructura extrañamente cohesionada en un relato profundamente evocador sobre la memoria y el inexorable paso del tiempo.
Todo este amalgama de sensaciones y heridas tiene el rostro de Antonio Banderas. El actor malagueño nunca ha estado mejor que a las órdenes del director manchego, sus interpretaciones en ¡Átame! o La piel que habito son las mejores de su carrera. Finalmente, la matrícula de honor la ha obtenido por Dolor y gloria y su metamorfosis en el propio Almodóvar. Su personaje en un momento de la cinta asegura «No es mejor actor el que más llora, sino el que mejor se contiene»; en otra irónica correspondencia entre la película y la realidad, Banderas hace gala de esta máxima con una asombrosa interpretación. Del elenco también hay que destacar a Asier Etxeandia, cuyo personaje podría rozar el ridículo y lo borda hasta el punto de ofrecer un monólogo en el que -aquí también- el propio Almodóvar echa la vista atrás. Por su lado, Leonardo Sbaraglia saca oro de un corto, pero importantísimo papel; Penélope Cruz brilla con luz propia y mucha naturalidad. No obstante, si otro miembro del reparto está a la altura de Banderas esa es Julieta Serrano. Una de las mejores actuaciones de su carrera que debería reportarle el Goya a la mejor actriz de reparto en unos meses.
De hecho, las escenas compartidas entre Banderas y Serrano, junto al resto de secuencias del tercer acto de la película, son de lo mejor que ha filmado jamás Pedro Almodóvar. Todo lo narrado anteriormente, tanto en Dolor y gloria como en muchas de sus obras anteriores, desemboca ahí de una forma orgánica y con una gran fuerza conmovedora. Un servidor estuvo acongojado durante toda la media hora final. La confluencia del pasado con el presente a lo largo de todo el metraje se enfrentaba a un difícil doble reto: dotar de cohesión narrativa las piezas del guion (alejándose del mero capricho) y la búsqueda de un sustituto a José Salcedo, el montador de las anteriores veinte películas del oscarizado cineasta. Teresa Font es la sustituta y se antoja como ideal, pues realiza un trabajo excelente.
Por otro lado, la película ofrece una consonancia dentro de la filmografía almodovariana que es sumamente mágica para quien escribe este texto: Darío Grandinetti llorando en Hable con ella con el espectáculo de danza y Leonardo Sbaraglia llorando en Dolor y gloria con el monólogo teatral de Asier Exteandia. Ahora bien, para plano inmortal y emotivo el último, una catarsis creativa que resume la grandeza del arte y del artista. En Dolor y gloria, como se ha leído en estas últimas semanas, Pedro Almodóvar se abre en canal, desnuda su alma y desmenuza su obra artística; todo ello es cierto y, por esta triple razón, estamos ante un artista valiente. Ahora bien, lo más importante es que estamos ante una obra maestra y un artista total porque el director de Todo sobre mi madre entrega al espectador un conmovedor drama sobre la memoria, la creación y el amor en todas sus expresiones.
Para terminar y tras diseccionar del mejor modo posible esta obra inconmensurable que es Dolor y gloria, ardua tarea con tan solo un visionado y las emociones a flor de piel todavía al cabo de pocas horas de haberla descubierto, os pido lectores que me disculpéis por usar la primera persona en las siguientes líneas. Precisamente por la complejidad de verter la marabunta de emociones que me ha provocado el filme, necesito este espacio para hacerle justicia a su magnitud más allá de la reseña y el análisis cinematográfico. Algunas de sus imágenes me han reportado a mis propios recuerdos, a mis pérdidas, a mi desconsuelo. El huevo de madera para zurcir me ha zarandeado como pocas veces antes una obra artística lo ha hecho conmigo, porque me ha transportado a mi infancia, a mi abuela y al recuerdo vivo de ella. Dolor y gloria es una película sobre el peso del paso del tiempo, surgida de la mente de Pedro Almodóvar en su cúspide creativa: el cineasta, Antonio Banderas y el personaje protagonista rondan los sesenta años; si con casi treinta años me ha arrebatado con tanta fuerza, no puedo ni imaginar lo que será capaz de provocarme la película cuando la redescubra dentro de tres décadas. Habrá mucho más dolor todavía, pero seguro que gloria, también, mucha. Y las irremediables ganas de seguir adelante. Pese a todo. Con la ayuda del primer deseo o con el recuerdo que sacuda en ese momento como una catarsis.