Comedia coral italiana que llega a España tras ser vista por 2’6 millones de espectadores en su país de origen.
Los grandes fenómenos de taquilla locales resultan, bastante a menudo, complicados de exportar fuera de sus respectivos países. Las claves necesarias para su goce suelen ser en no pocas ocasiones ajenas al público que en teoría debe disfrutarlas, y la distancia con el espectador puede llegar a antojarse abismal. Hasta ahora Inmaduros sólo se había estrenado comercialmente en Italia, donde obtuvo un tremendo éxito el pasado año llegando al punto de que en 2012 ya ha visto la luz una secuela rodada con el mismo equipo. Pero en este caso, sin embargo, no creo que el problema habite en su localismo sino en la reconocible y muy universal base.
En la película de Paolo Genovese la pretendida comedia no parte del gag, sino de los inmaduros personajes a los que hace referencia el título. Un grupo de antiguos compañeros de instituto al borde de la cuarentena que se reúne obligado por el ministerio a repetir su examen de madurità -equivalente italiano a la selectividad española, suponemos que algo más serio-, excusa para retomar su amistad y pulir viejas rencillas mientras se vuelven más conscientes del cambio que sus vidas deben experimentar.
Esta premisa no resulta del todo fácil de digerir -¿instar a una clase entera a repetir un examen de hace veinte años?, ¿tener que superarlo de nuevo con una posición social ya asumida?-, pero se acepta como resorte que da pie al reencuentro de los protagonistas. El problema es que tanto el retrato de partida como las situaciones posteriores están plagados de clichés y convierten en tarea casi imposible esquivar la molesta sensación de haber contemplado lo mismo en un buen puñado de ocasiones mucho más inspiradas.
A la hora de enfrentar a adultos incapaces de aceptar serlo con situaciones propias de los adolescentes que un día fueron, se quiere jugar indudablemente la baza de la nostalgia. Desconozco si la generación que refleja Inmaduros se verá identificada en las canciones y referencias que la jalonan o en las tópicas relaciones que establecen los personajes, pero en cualquier caso el conflicto generacional se halla plasmado en situaciones tan deslucidas como la del chat –estirada, por si fuera poco, hasta esa inevitable escena discotequera que tampoco acaba de resultar del todo convincente-. Observar continuamente en pantalla las conversaciones transcritas -y traducidas al español incluso en la versión subtitulada, con palabras tales como “xq’?”-, desde luego, tampoco ayuda demasiado a la credibilidad.
Escudarse en la ligereza y ausencia de pretensiones de la propuesta para obviar la superficialidad con la que está tratada la eterna adolescencia de los protagonistas es una opción, pero no justifica lo insulso y manido de las situaciones que se suceden. Sería un gran error querer hallar en la película de Genovese el completo y acertado retrato de filmes recientes que parten de una premisa más o menos similar, como la francesa Pequeñas mentiras sin importancia (Guillaume Canet, 2010), pero no parece demasiado exigir que se distancie de la epidérmica visión que provoca que termine por caer en saco roto.
No obstante, hay que reconocer algunos aciertos, empezando por la elección del reparto. Intérpretes a los que claramente se podría encasillar en registros cómicos aportan el punto de jocosidad requerido, dando una correcta réplica a un buen elenco femenino en el que destaca Barbora Bobulova. Al más conocido fuera de Italia de los actores, Raoul Bova, le hemos visto anteriormente en títulos de repercusión internacional como Bajo el sol de la Toscana o The Tourist.
En definitiva, Inmaduros es una comedia ligerísima cuyo estreno en España resulta muy apropiado para estas fechas, y que puede ser tenida en cuenta como opción para todos aquellos que acudan a las salas en busca de una mera distracción entre la adocenada cartelera veraniega.