19 de abril de 2024

Críticas: Ramona

Madrid nunca fue tan neoyorquino.

Capítulo primero. Andrea Bagney adoraba Madrid y de este profundo amor surge Ramona (2022), su ópera prima. Planos arquitectónicos de la capital, en un minimalista blanco y negro, abren la película, en un intento de iguarla a la tan cinematográfica Nueva York o París. Para ella, sin importar la época del año, aquella ciudad que pocas veces había sido retratada como en el cine clásico, era en realidad una ciudad gris, pero llena de luminosidad.

Esta historia de amor por capítulos gira en torno a Ramona (Lourdes Hernández). Una treintañera huérfana que vuelve a la ciudad tras haber estado viviendo en el extranjero durante mucho tiempo y quiere ser actriz. Como suele ocurrir, su reencuentro con Madrid es agridulce. Estaba deseando volver para querer marcharse corriendo de nuevo. Comparte piso con su pareja de toda la vida, Nico (Francesco Carril), en el barrio de moda, Lavapiés, y de pronto conoce a Bruno (Bruno Lastra), un cineasta que busca una protagonista para su película y que se encapricha de ella. Con todos los clichés propios de su generación, Ramona no es un modelo a seguir, ni intenta serlo, porque no hay muchas personas que lo sean, ni a los treinta, ni a los cincuenta. Problemas generacionales, como la maternidad o el paro, se entremezclan con su terrible miedo al abandono y la necesidad de encontrarse a sí misma.

A través de los tres personajes, a veces tan excéntricos que parecen escritos por Woody Allen, la cineasta presenta un mumblecore costumbrista que se sostiene, en mayor parte, por las múltiples referencias cinematográficas que homenajea y la humildad de la cineasta en no tratar de esconderlas. Porque Ramona es como una película de Jonás Trueba en la que todos visten mejor, pero actúan peor. Y, sorprendentemente, funciona. La naturalidad que posee el film, en parte por haber sido grabado en 16mm y gracias a la espontaneidad del reparto, destacando la de Carril (veterano en este registro) y Lourdes Hernández (en su debut como actriz), consigue crear una historia lo bastante atractiva para quedarse un buen rato observando, y demuestra la magia que tiene rodar en celuloide.

Y es que, si ya de normal la mayoría de los madrileños creemos que estamos en Times Square cada vez que paseamos por Gran Vía, Pol Orpinell consigue que durante una hora y media cumplamos este sueño. A través del blanco y negro, y planos que dan ganas de volver a ver Frances Ha (Noah Baumbach, 2012), el director de fotografía catalán (quién lo diría) hace que los bares, la rutina y hasta una ciudad de 6 millones de personas parezca acogedora y tranquila. Sin embargo, juega con el cambio a color, haciendo que solo surja en aquellos momentos “meta” cinematográficos en los que Ramona se enfrenta de forma consciente a la cámara y se desnuda emocionalmente, con una profundidad que recuerda a la de Nastassja Kinski en Paris, Texas (Wim Wenders, 1984). De esta forma, roba a la ficción el gris wilderiano para trasladarlo a la realidad y viceversa.

Pero no cualquier realidad, sino una en la que la pandemia jamás existió y donde Russian Red es solo un tono de pintalabios. De esta forma, Bagney crea su propio retrato de Madrid. Un lugar en el que a las casualidades, como ocurre con el encontronazo entre los protagonistas, se le llama magia, en donde el esnobismo resulta hasta cómico y en el que, como suele ocurrir en la vida real, las vidas de los personajes acaban en el mismo punto de partida.

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