23 de abril de 2024

Especial Vértigo

Con su llegada al número uno de la lista de Sight & Sound, nos parece éste un buen momento para revisar esta película clave del señor Alfred Hitchcock.

El amor fou por Martín Cuesta

—Yo soy ardiente, yo soy morena,
yo soy el símbolo de la pasión,
de ansia de goces mi alma está llena.
¿A mí me buscas?
—No es a ti, no.

—Mi frente es pálida, mis trenzas de oro:
puedo brindarte dichas sin fin,
yo de ternuras guardo un tesoro.
¿A mí me llamas?
—No, no es a ti.

—Yo soy un sueño, un imposible,
vano fantasma de niebla y luz;
soy incorpórea, soy intangible:
no puedo amarte.
—¡Oh ven, ven tú!

Gustavo Adolfo BécquerRimas y leyendas (Rima XI)

Una característica común de todas aquellas obras destinadas a perdurar más allá de su tiempo es el estar poseídas por cierta cualidad fantasmagórica que hace que su significación vaya mucho más allá de la que el autor quiso dar originalmente. Tomemos el ejemplo arquetipo del Quijote, una obra nacida como una sencilla pieza irónica y que, de repente, vaya a saber usted por que extraño mecanismo, se convierte en algo casi inabarcable, no sólo por la calidad de su prosa sino por servir de espejo para todos aquellos insensatos que dedican su ridícula existencia a ir desfaciendo entuertos mientras a su alrededor los demás los consideran locos. Algo así es lo que siempre me ha parecido Vértigo. Desconozco realmente cuáles eran las intenciones de Hitchcock al decidir rodarla: ¿Hacer una película con la tesis de que todas las mujeres deberían ser Grace Kelly? ¿Indagar en su fetichismo sobre los fetichistas? ¿Saber si podía tener éxito una cinta policíaca con su «culpable» revelado faltando un tercio de su duración para el final? Es algo en definitiva irrelevante porque Vértigo, como el Quijote o como Hamlet, se convierte en algo mucho mayor, y es que Hitchcock reinventa el amour fou, esa locura transitoria que exige una completa sumisión a sus disparatadas pretensiones y que nos convierte en víctimas de su embrujo, persiguiendo sombras en la noche como el protagonista de El rayo de luna, esa leyenda de Bécquer que completa la Rima XI que abre este artículo, o como el pobre Scottie, fascinado por una ilusión pasajera, por algo que nunca existió y es que, asumámoslo, Scottie no se enamora de la mujer, se enamora de la representación, se enamora de un eco, de un rayo de luna que intenta reconstruir, ¿o es acaso casualidad que la puesta en escena de la «nueva Madeleine» se complete con la espectral iluminación por todos conocida? Qué triunfo tan efímero el de aquél que persigue lo imposible.

Vértigo me parece en suma, entre otras muchas cosas, una obra trascendida por el principio de representación y eso es algo que todos los que amamos el cine podemos entender ¿no es acaso este arte la mayor de las ilusiones? ¿amamos al actor/actriz o amamos al personaje que interpreta? Disculpen si este texto deja más preguntas que respuestas.

Scene d’amour por Cristian Perelló

Como es habitual en la filmografía de Hitchcock, la intriga y el suspense sirven en Vértigo de hilo conductor de una historia de relaciones sentimentales y pasiones humanas que, a través de la mirada incisiva del maestro, sirve, a su vez, a un propósito: tratar de dar con lo oculto, meter el dedo en la llaga, buscar el mecanismo, las claves, del individuo. La mayoría de películas de Hitchcock guarda en sus entrañas un afilado estudio psicológico. Era lo que más le interesaba, seguido por la investigación del engranaje cinematográfico para llegar al público. Por ambas cosas, el británico se mostró siempre cautivado por el psicoanálisis, muy presente, sin duda, en toda su obra. En la película que nos ocupa tenemos kilos de psicoanálisis, mayoritariamente implícito. Atraviesan la cinta temas psicoanalíticos clásicos como el concepto amplificado de “madre”, el doble, la asociación de ideas, la fuerza motriz del recuerdo, los mecanismos de defensa y el diálogo entre las tres instancias que, afirman Freud y compañía, conforman la personalidad: el yo, el ello y el superyó.

Y los fantasmas internos, uno de los más evidentes y vigorosos conceptos psicoanalíticos que habitan la película. En Vértigo se materializa en varias ocasiones el fantasma clásico del psicoanálisis, un elemento interior oscuro y escurridizo creado por la memoria y alojado en alguna parte de la personalidad. Incluso en el final, aunque no deja de ser una hipótesis (pero el arte admite siempre interpretaciones varias por definición), se aparece un fantasma interno, el más puro y escondido de la película: el sentimiento de culpabilidad. Y hasta cinco veces Madeleine, el personaje que interpreta Kim Novak, se asemeja a una aparición, a una figura venida de entre los muertos, gracias a minuciosas puestas en escena donde el director de fotografía, Robert Burks, da el máximo de sí. La muerte, la resurrección, la no muerte y el misterio, componentes de máxima relevancia del texto y el subtexto, apuntan en varias direcciones.

Vértigo está estructurada a base de variaciones, conformando una espiral hacia dentro que arrastra como un torbellino al personaje principal a través de poéticos parajes repletos de símbolos como las flores, las escaleras, los colores, el techo, el puente, el fuego, con un ritmo lento que, poco a poco, se va acelerando hacia la fatalidad. Durante el primer tramo de la película, Scottie, un detective convaleciente encarnado por James Stewart, recibe un encargo: debe vigilar a la esposa de un viejo amigo, dado que, aparentemente, sufre períodos de enajenación en los que se cree una persona fallecida concreta. El protagonista pasa rápido de la curiosidad profesional a la curiosidad personal y no tarda en enamorarse. Ama entonces poderosamente, idealiza y, cuando pierde al sujeto de su amor, siente que no va a poder superarlo y su mente se bloquea hasta perder el juicio; en cierto modo, de forma voluntaria. Scottie entra en una fase de insoportable dolor del amor y soberanía de la memoria. Cuando regresa, no lo hace a su estado precedente. Las experiencias siempre dejan una huella mayor o menor y, en el caso de la última experiencia emocional del personaje de Stewart, la huella resulta demoledora. El recuerdo, el pasado. Quiere recuperar lo que ha perdido y lo busca por todas partes. Cuando se cruza con una mujer que se parece sorprendentemente a Madeleine, Scottie fuerza el encuentro. A partir de ese momento, la obsesión halla un cauce fértil.

El amor de pareja es creer encontrar en otra persona un ideal que se ama y, a veces, e incluso a menudo, buscar en otra persona a la persona que se idealizó y se amó previamente o se ama todavía. Esto, claro, está a un paso del amor enfermizo, y el amor enfermizo está, a su vez, a un paso del dolor insoportable (Scottie), como también lo está el engaño si viene acompañado de un sentimiento de atracción verdadero con el que no se contaba (Madeleine). De todo esto está formado el tramo final de Vértigo, película donde el corazón y la razón pelean por el dominio y donde el límite de lo que se es capaz de hacer (y de evitar hacer) es borroso o no existe. La ilusión obsesiva puede provocar, si todo funciona, una arrebatadora sensación de regreso en ciertos momentos. Hitchcock, apoyado en su director de fotografía y en el magistral y embriagador tema principal de la banda sonora de Bernard Herrmann, consigue plasmarlo en una de las escenas cumbre del séptimo arte, la del hostal tras la transformación completa de Madeleine, en la que la cámara gira alrededor de los dos protagonistas; una escena en la que no estamos en el presente, pero tampoco en el pasado, sino en la memoria; una escena en la que nos pueden dar vértigo el amor, el recuerdo, el tiempo y las alturas.

De entre los muertos por Maldito Bastardo

¿Es posible enamorarse de un sueño? ¿De algo que realmente no existe pero queremos, anhelamos y necesitamos para sobrevivir? Los espectadores nos enamoramos de proyecciones, de espejismos de una mentira conocida que aceptamos como verdad, que nos arrastra y nos conmueve, que nos engaña y nos seduce, que deseamos revelar y descubrir sus secretos, para hacernos descender en una interminable espiral. El cine siempre ha sido un truco de hipnosis, del artificio de lo invisible y Vértigo la magia que salió de la chistera de Alfred Hitchcock.

Vértigo fue un fracaso comercial y velada con malas críticas que la tildaron de ‘disparate’, pero como suele ocurrir con el mago del suspense fue reivindicada años después por la Nouvelle Vague y finalmente, desde los ochenta y años después de su muerte, considerada entre las mejores películas de todos los tiempos. Como suele ocurrir en estos casos su camino y creación parecen ahora procedentes de un rocambolesco destino. Hitchcock quiso hacerse con los derechos de la novela de Pierre Boileau y Thomas Narcejac (‘Celle qui n’était plus’) que finalmente adaptaría H.G. Clouzot en una de las cumbres del cine de suspense en Las diabólicas. Los autores ‘recompensaron’ al mítico director escribiendo ‘D’Entre Les Morts’ y ofreciendo los derechos a Paramount para que fuera llevada a la pantalla por él. Esa catarsis del cine, el destino y la hipnosis la convierte en un ejercicio de prestidigitación: ¿No es el cine un espacio limitado en el que quedan atrapados sus personajes? ¿En el que están condenados a volver a asomarse y caer por el abismo? ¿A resurgir nuevamente de sus cenizas para volver a repetir el proceso? Woody Allen en La rosa púrpura del Cairo jugó con una posibilidad de escape ante ese trágico e interminable destino y espiral, pero Vértigo se centra en el ritual del proceso y del avance hacía la caída. Ensombrecida y espectral, recubierta por un halo de necrofilia y bucles infinitos, el destino en caída libre marcando la gravedad y precio de enamorarse de algo que no existe. La trama policial acaba siendo un mero mcguffin para centrarse en ese obsesivo, fetichista y necrofílico amor. Realmente Vértigo es un drama romántico en plenitud y tragedia.

La muerte y el amor arrastran la marea del suspense, lo anulan hasta darle el toque de gracia. Ese fue el motivo por el que Hitchcock da una estacada mortal a la incertidumbre y decide desvelar el misterio para que nos centremos en las dudas de esos seres perdidos en esa espiral en la que están atrapados sus destinos. Mucho antes que en Psicosis realiza una doble pirueta mortal donde la muerte queda en la retina de sus personajes. El miedo a aceptar el sino se impone: todos estamos suspendidos y aferrándonos a la vida y mirando en la distancia a la muerte, guiados como Scottie por señales que nos conducen a través de lo fortuito.

Sus trampas son obvias y el filme parece ser fiel a su propio espectro: el amor verdadero e imposible. Vértigo queda suspendida por hilos a través de sus poderosas e inmortales imágenes. La invención es obvia, pero la hipnosis muestra la luz. Se trata de un amor espiritual sobre una entidad donde la suma de elementos fortalece el conjunto, desde Saul Bass a Bernard Herrmann la concepción audiovisual es fascinante, un hechizo. Tal vez el título original de la novela -y elegido en nuestro país- sea el más apropiado para entender esta obra maestra imperecedera. Volver de entre los muertos, como Scottie, como Madeleine, como San Francisco, como los espectadores que quedan tan desamparados como su protagonista. Porque, hagamos lo que hagamos, siempre caeremos… y volveremos a caer.

Un pensamiento en “Especial Vértigo

  1. Yo la revise hace poco y sigue sin convencerme el final, no por lo inverosímil, sino por lo forzado. En todo caso me alegro que sea una peli de Hitch la que encabeza el top, aunque no sea mi preferida suya.

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