El quinto largometraje de Mikael Håfström nos sumerge en Shanghai para desvelar un misterio de la mano de John Cusack.
La primera incursión de Håfström en un género venido a menos actualmente y cuasi inhabilitado (es en la mixtura, donde se pierde la esencia) por multitud de cineastas que lo acercan a otros géneros más modernos y actuales, es un estiloso ejercicio en el que la intriga se alza como la principal de sus constantes y, aunque salpicada tímidamente por esos atisbos de thriller de los que tan difícil parece despegarse e incluso coletazos de un «noir» que se mueve con comodidad en Shanghai, con ello esgrime una de las principales virtudes del conjunto, que no es otra que la de lograr una gamma tonal acorde con el relato que el sueco tiene entre manos.
Nutriéndose de un fantástico elenco que, como no podría ser de otro modo, componen algunos de los mejores talentos del cine oriental más «mainstream» (la siempre imponente presencia de Ken Watanabe, la sublime belleza de una Gong Li por la que no parecen pasar los años, e incluso la presencia del siempre infravalorado Chow Yun-Fat), Håfström nos invita a perdernos entre las calles de la Shanghai de los años 40, una Shanghai pre-ataque nipón a Pearl Harbor (que será, en parte, lo que terminará desencadenando las consecuencias de su lógica conclusión) que en el film protagonizado por John Cusack se muestra como una ciudad que ruboriza con sus encantos embebido en un aroma «noir» en el que, si bien ya hemos mentado, merece la pena detenerse; porque es en la esencia de ese aroma en el cual todo parece moverse con una sutileza inusitada y los detalles desentrañan un relato que parece ir a juego con el misterioso encanto de la ciudad china, donde Shanghai parece ganarle la partida al espectador y sumergirlo en una atmósfera que sorprende que esté construida con tanto mimo.
Un mimo que, sin embargo y por desgracia, no se traslada al desarrollo de una historia que no intenta aprovechar la multitud de temáticas subyacentes gracias al contexto urdido por el guión de Amini —guionista de una de las sorpresas del pasado año, Drive—, decidendo desecharlas o pasar de puntillas por ellas haciendo que la oquedad invada el relato, tornándolo una sinfonía de lo más monótona en el que las pesquisas y cabalas por resolver un misterio en el que no parece centrarse del todo la atención, terminan por parecer más un innecesario relleno que otra cosa.
Lo mejor que se podría decir de Shanghai es, además de ese compacto discurso entorno al devaluado género que es la intriga, que su apartado artístico funciona a la perfección realizando un retrato que se erige como una de las verdaderas sensaciones del trabajo de Håfström gracias a una portentosa fotografía, unos decorados magníficamente cuidados e, incluso, el empleo de recursos que refuerzan la atmósfera (esas lluviosas noches, la enorme iluminación, etc…). En su contra, quizá podría decirse que el sueco no aprovecha al máximo las virtudes de esa ciudad transformándola en un personaje más que funcione a la perfección en el mecanismo que sostiene Shanghai, y pierde ahí parte de las características que podrían haber dado con su trabajo en uno de esos «neo-noirs» que los amantes del clásico buscan sin cesar a día de hoy.
Definitivamente, habrá que seguir esperando una conjunción de astros para que Håfström, tras todas las ocasiones derrochadas (generalmente por guiones que no hacen justicia), termine por sorprender de verdad con una propuesta que se mantenga desde su arranque hasta su conclusión sin dar pie a devaneos de lo más absurdos. Devaneos que aquí se pierden en un insustancial romance que, por fortuna, Amini termina diluyendo en el amor hacia una ciudad que quizá hacía tiempo que no recordábamos así, pero en el que servidor esperará vivir mayores emociones la próxima vez que esté de vuelta.