8 de octubre de 2024

Críticas: Top Gun: Maverick

Siento la necesidad… de una explicación.

Hace unas semanas leí un artículo en la revista Shangay que describía la carrera de Tom Cruise como un intento de huir del icono homosexual en el que lo habían convertido películas como Risky Business (Paul Brickman, EEUU, 1983) o Top Gun (Ídolos del aire) (Top Gun, Tony Scott, EEUU, 1986). No me pareció descabellado. Alguna debía de ser la razón por la que la superestrella arrastraba a Michelle Monaghan por las entregas de Mission Imposible sin mucho que hacer, a modo de mujer florero. Ese supuesto viraje hacia un Cruise “not-homo” suena como mínimo plausible si analizamos cualquiera de los proyectos que ha emprendido en las últimas dos décadas, pero quizá nunca se había mostrado con tanta claridad como en Top Gun: Maverick, la secuela tardía al exitazo de acción de los ochenta.

Si la primera entrega dirigida por Tony Scott es recordada por su involuntaria (?) atmósfera homoerótica (antes que por cualquiera de sus otras virtudes que, a excepción de un temazo, son ninguna) Maverick busca convertirse en hito del cine de aviación por la vía más casta imaginable. Y es que podríamos decir que si la del 86 era un dibujo anatómicamente perfecto y abiertamente gay del desnudo masculino, esta secuela es un Ken: tiene los abdominales bien marcados pero carece de genital alguno.

Cruise se ha encargado de fusilar la trama original pero castrando todo lo que ha decidido que ya no le sirve. Y eso incluye desde Kelly Mc Gillis hasta el voleibol. De la primera se ha prescindido, cuentan, en un esfuerzo por evitar la nostalgia. Poco importa que el personaje de Penny que la suplanta (Jennifer Connely) surja de una referencia a la primera entrega ni que la trama gire en torno a Rooster (Miles Teller), hijo del antiguo compañero de Maverick. Tampoco que Mc Gillis tenga un físico acorde a su edad y que Cruise se empeñe todavía en aparentar tener 30 años. Y ninguna de estas decisiones tienen nada que ver, por supuesto, con los cánones estéticos de Hollywood ni con su fórmula estandarizada para remakes y secuelas nostálgicas. Llegados a este punto, lo de ponerse a jugar en la playa a fútbol americano suena hasta lógico.

Dicho esto, ¿qué es lo que tiene esta secuela de una película que odio, tan desvergonzadamente patriótica, con aroma a masculinidad anacrónica, caduca, y que no hace sino recorrer los lugares comunes de su predecesora para que malgastemos nuestros preciados caracteres en ella? Muy sencillo: seis cámaras IMAX adosadas a los aviones de caza. Y es que Cruise se ha empeñado en huir de los trampantojos del CGI para rodar las escenas de acción, y el resultado que ha conseguido se coloca entre lo mejor que ha dado el cine de este género en los últimos años.

Estando todo su guion supeditado a las maniobras y acrobacias de combate, estructurado en base a las expectativas de una misión suicida (no por capricho lo firma Christopher McQuarrie), es fácil perdonarle su perezosa historia de amor heteronormativa, su reciclado núcleo dramático en torno a Rooster, así como la emotiva aunque bastante maniquea aparición de Val Kilmer. Los aviones vuelan tan alto y tan rápido, son tan estimulantes en su superposición de planos imposibles y paisajes 100% reales que el drama está en un segundo, tercer o incluso séptimo plano (si tenemos a bien contar todas y cada una de las cámaras que van enganchadas a las placas de los cazas). Por encima del bien y el mal planean todas las secuencias de entrenamiento que ensayan el dilatado colofón final, esos pequeños ‘mini-clímax’ durante los cuales poco importan las sutilezas psicológicas o narrativas que los ponen en marcha (ni la nación que atacan en la película tiene nombre), sino tan solo el puro espectáculo (que Maverick pase a toda velocidad a escasos metros de la calva de Ed Harris; que contra toda lógica termine siendo el héroe de una misión en la que en principio no iba a participar; que, como se repite varias veces a lo largo de la cinta, los personajes no piensen, solo actúen). Porque desde su origen, el ‘cine de atracciones’ no ha necesitado ninguna otra justificación que su propia emoción, el cosquilleo en la tripa descendiendo por una montaña rusa; porque Godard ya dijo que no es necesario contar historia alguna.

Konsinski y su equipo (actores incluídos, quienes eran sus propios operadores de cámara en el aire) han hecho un gran esfuerzo técnico para que Cruise pueda presentarse en Cannes como defensor de las salas de cine, de las experiencias de altos vuelos. Y él, por que nos creamos que alguien que se partía la caja en televisión contando cómo le cortó el oxígeno a un compañero en pleno vuelo, pueda ser seleccionado para dirigir a un equipo de pilotos de combate. Así, la superestrella se eleva sobre un mundo que no necesita ni comprende, el de las plataformas digitales a las que ha decidido dar la batalla; uno que detestará su rock de bar desfasado y la elección de Lady Gaga en lugar de Twenty One Pilots para la canción original de la película; un mundo de sexualidad liberada que jamás le perdonará ser un eunuco patriarcal, ni un fachilla recalcitrante, ni renegar, despreciar y, finalmente, dilapidar su imagen de icono homoerótico, pero que al mismo tiempo no podrá evitar seguirle en cada misión imposible que emprenda. Hasta el infinito o la tumba.

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