Desde Cinemaadhoc damos la bienvenida a las tradicionales fiestas de invierno… y no, no vamos a hablar de la porquería esa de Qué bello es vivir ni de las típicas obras navideñas.
El viernes pasado, creo que fue, fui a la filmoteca de Catalunya a disfrutar del visionado de Fuga de Alcatraz (Escape from Alcatraz, Don Siegel, 1979), una de esas películas que había catado en mi infancia pero cuyo recuerdo me quedaba demasiado lejano, por lo que me desplacé entusiasmado al edificio bautizado cariñosamente por algunos compañeros de la web como «el gafapastódromo».
Ya aviso de antemano que la relación inicial con el texto con mis conclusiones están cogidas con pinzas, pero bueno, para quien haya seguido con cierta regularidad mis escritos en esta página no le sorprenderá.
El caso es que iba caminando por el Raval cuando llegué a la mencionada filmoteca y pude contemplar una imagen que todavía tengo guardada en la retina como si fuera ayer y que me causó una fuerte impresión.
En primer lugar se había montado un pequeño puesto para entregar comida por parte del Banco de alimentos en uno de los laterales del moderno edificio donde se sitúa la flamante y nueva filmoteca de Catalunya. Una cola de unas veinte o treinta personas esperaban en silencio su turno. Habiendo una mayoría clara de extranjeros, llamaba la atención la cantidad de gente que no lo era. Lo sé, el comentario anterior es feo, rozando incluso la ignorancia cuando no el racismo puro y duro. Pero es la verdad, constaté el hecho de que el umbral de pobreza de nuestro país es uno de los más elevados de Europa y que la burguesa idea de que los pobres y necesitados que viven en nuestras calles son «gente de fuera» no es más que una falacia.
Ahí estaban, en completo silencio, bien abrigados porque era el primer día de auténtico frío en Barcelona, haciendo cola para recoger sus alimentos. Incluso había una pequeña fogata. O igual no y lo estoy recordando de manera demasiado cinematográfica, ahora no recuerdo.
Lo cierto es que sólo eran una pequeña parte del panorama. Del edificio de la Filmoteca salía y entraba gente sin parar (es lo que tiene llegar cinco minutos antes a la proyección, te toca hacer cola) para disfrutar de las proyecciones. Había de todo, desde el clásico universitario con gafas que anda solo soñando con encontrarse a una universitaria que ande sola y que se siente a su lado y que por arte de magia mantengan una conversación que acabe en una historia de amor con final feliz, al prototipo de pareja de ancianos barceloneses con el seny escrito en la frente pasando por el pequeño grupo de amigos extranjeros que vienen un año a estudiar a la ciudad y que quedan para ir al cine porque son los que más y mejor terminan conociendo la actividad cultural de la ciudad condal. Este grupo (mi grupo, supongo) se movía como si lo de alrededor no fuera con ellos. Unos iban a conseguir alimentos y otros a ver a Clint Eastwood fugarse de Alcatraz y poco o nada tenían en común.
Pero la vida que hay enfrente y alrededor de la Filmoteca no es menos marciana. Y eso se resume en que la plaza que da a la puerta de entrada del edificio, un edificio como ya he mencionado antes bastante moderno y que me gusta mucho, lo suficiente para pasar muchas tardes en su biblioteca (rodeado de libros y donde siempre hay muy poquita gente, lo que es uno gozada), es el último reducto de la prostitución de aquello que se conoció como el barrio chino. Ahí están las chicas del Este, de Sudamérica y África enfrente de la Filmoteca, de pie, pasando las horas mientras los clientes van y vienen. El viernes no era una excepción, pero había algo más en la marciana estampa que todo esto conformaba al lugar. ¡Había un arbolito de navidad justo en uno de los puestos fijos de estas chicas! Y dos de ellas iban vestidas de manera harto navideñas, con gorrito y orejeras incluidas.
Y las luces, claro, que están desde mediados de noviembre en las calles. Porque una cosa es recortar en donde sea pero otra muy distinta poner las luces en diciembre o directamente no colocarlas con la que está cayendo. Aunque en este punto de la ciudad no hay, ahora que recuerdo. Vale. No había luces. Olvidaos de las luces.
Y entonces caí en la cuenta. Gente haciendo colar para recoger comidas. Prostitutas con orejeras de colores colocadas al lado de un arbolito de navidad, gente entrando y saliendo de la filmoteca ignorando todo a su alrededor… ¡Ya es Navidad! ¡Ya están aquí las queridas fiestas de invierno! Ahora nos van a bombardear con mensajes navideños y películas empalagosas al más puto estilo La naranja mecánica.
Pero esto no es una crítica a la situación de la plaza de Salvador Seguí. La Filmoteca está ahí para revalorizar y revitalizar la zona y cumple a la perfección. El plan urbanístico en este sentido que se ha tenido en los últimos tiempos con el Raval es maravilloso, otorgándole cada vez más prestaciones y combatiendo de manera inteligente el deterioro que había caracterizado a la zona, haciendo incluso que hoy en día tenga mucho de barrio bohemio con lugares maravillosos y comercios geniales. Tampoco es de por si una crítica a la prostitución (más que nada, sorprende que la lucha sea contra su visibilidad, no el combatir realmente su práctica), ni es una llamada de auxilio al alarmante aumento de la pobreza que cada vez es más visible. Porque la verdad es que la imagen que me encontré, fue a su manera, y dentro de mi cabeza, una imagen entrañable. Algo triste o decadente, pero entrañable.
Me hizo ver por primera vez la Navidad como algo más cálido de lo que ha sido nunca había observado. No sé muy bien como llego a esta conclusión. No eran ni los regalos, ni los horribles villancicos (todos con una letra absurda dignos de los Monty Python´s) ni la supuesta y falsa «ahora todos somos mejores personas». Era esa rusa con orejeras de color chillón comiendo fideos express en una caja de cartón comentando que le gustaba el arbolito que «le habían colocado» ahí, mientras gente desinteresada otorgaba alimentos (siempre preferí la solidaridad a la caridad, pero bueno, mejor que nada es).
Y ahora llegamos a la conclusión que debería ir hilada con todo este vómito de ideas que he escrito. El caso es que desprecio con saña a buena parte de la cinematografía anclada en este periodo. No soporto a los niños tan rubios como hostiables que aparecen en toda buena cinta que se precie donde salga el barrigón de barbas blancas. Me puede. Sale mi vena nacionalsocialista y me dan ganas de destruirlos a todos. Las odas a la amistad y al amor fraternal mientras se queman las tarjetas de crédito me enerva. La segura y total victoria del bien frente a cualquier adversidad gracias a la fe me produce ataques de risa nerviosa. Los recuerdos de la bondad cristiana me sonrojan por su incredulidad e infantilismo. Pero esa imagen de la plaza enfrente de la Filmoteca me llegó al alma.
Y recordé mi momento favorito en el cine sobre la Navidad o fiestas de invierno o como quieran ustedes que llamen a esas fechas tan «señaladas».
Y es perfecto, es maravilloso, es cálido y lleno de ternura pero sin sensiblerías baratas. Es como debería ser, no hay más. Es Smoke, es puro Paul Auster o Wayne Wang. Es una escena con el mejor Harvey Keitel que se recuerda, con la réplica de un genial William Hurt. Es el acercamiento de cámara más cojonudo y sencillo que se recuerde. Todo es perfecto. Es también la victoria del relato oral o escrito sobre la imagen. Sí, todo es perfecto, incluso como decía una crítica de FilmAffinity, hasta el tipo de atrás con el sombrero está perfecto.
[youtube]http://www.youtube.com/watch?v=ypZK3WEp0Q0[/youtube]
En fin. Que ya es Navidad. Tanto en el Corte Inglés como en la plaza Salvador Seguí.
P.D: Hola, me llamo Pablo y tengo un problema con los paréntesis.