29 de marzo de 2024

D’A 2013 (II)

CAH Frances Ha

Día 3 y 4: De crepúsculos de juventud y desórdenes del yo.

Con la lluvia como eterna acompañante a los que esperamos pacientemente en las colas entre sesión y sesión de los diferentes espacios que componen el festival, podemos afirmar que el sábado la cosa ya se puso seria de verdad con dos obras que, probablemente, darán mucho que hablar a la hora de hacer balance final. La primera de ellas ha sido unas de las más esperadas desde que se anunció su presencia en el D’A, el regreso de Noah Baumbach a la dirección con Frances Ha. La nueva película del director de Una Historia de Brooklyn (The Squid and the Whale, 2005) centra su mirada en Frances (Greta Gerwig), una joven en plena transición de una adolescencia tardía hacia la dura realidad de la madurez. Incapaz de mantener una relación de pareja mínimamente estable y eterna aprendiz en la escuela de danza a la que pertenece, Frances sueña con poder dirigir algún día su propia compañía a la vez que espera que su relación con Sophie, amiga íntima desde hace mucho tiempo con la que comparte un piso en Nueva York, se mantenga intacta como el primer día. Pero la vida avanza y lo que uno utópicamente espera, difícilmente termina teniendo correspondencia con la realidad. Sophie ha encontrado un nuevo piso en el barrio de sus sueños y se ha enamorado de un chico. Poco a poco los caminos de ambas se van separando y Frances, a la deriva, empieza a encontrarse con una responsabilidad de la que hasta entonces siempre había escapado.

Baumbach hace gravitar sobre el personaje de Frances (estelar Greta Gerwig, quien firma también el guion junto al propio director) todo el aparato discursivo de un film fresco y lúcido como pocos, capaz de lanzar una mirada sobre la juventud tan libre de tópicos como desprejuiciada e inteligente y atravesada por temas como el amor, la amistad, la pérdida, el miedo a aceptar las responsabilidades o el miedo al fracaso… En definitiva, el miedo a crecer. No es casual el hecho de que en muchos momentos del film, el propio personaje luche contra la certeza de todo lo que conlleva el reconocimiento de su verdadera edad (27 años), más cercana a los 30 que a los 20, mientras sigue resistiéndose y aferrándose a los años de plenitud, cuando todo parecía al alcance de la mano. El miedo a aceptar que la juventud toca a su fin y que el tiempo de las oportunidades se empieza a estrechar de forma inevitable (una lágrima recorre ahora mismo mi mejilla), es mostrado con una elegancia y sensibilidad sorprendentes, a la vez que se identifica profundamente con una etapa de la vida que muchos de los que se acerquen a la obra de Baumbach han pasado o pasarán.

CAH Frances Ha

Con la frescura de sus imágenes y la espontaneidad de su elenco actoral Frances Ha se zambulle en un retrato vitalista inundado por un blanco y negro tan lleno de melancolía como de referencialidad hacia una Nouvelle Vague a la que Baumbach le rinde todos los honores. De Godard a Rohmer hasta llegar a autores tan contemporáneos (y tan en deuda con los primeros) como Léos Carax a quien Baumbach rinde homenaje explícito en una de las secuencias del film mientras suena el Modern Love de David Bowie. Un amor por unos cineastas que llevan a Baumbach a jugar en el marco espacial de aquellos, ubicando por un momento a Frances, un personaje trazado con un gusto y mimo incuestionable, a la misma París por donde vaga en busca de sí misma. La ciudad como un ente vivo, Nueva York y sus calles (los capítulos que dividen la estructura del film) como un personaje más en una obra libre y visceral, que conecta con una generación como pocas lo han hecho y que la sitúan no solo como lo mejor que pasará por el festival, sino por ser de lo mejor en las quinielas a finales de año.

Mucho más oscura pero no menos interesante se presentaba Simon Killer, el regreso de Antonio Campos a la dirección tras la celebrada Afterschool (2008), en la que narra el viaje a los infiernos de Simon, un joven estadounidense que viaja a París para intentar superar la ruptura con su novia. Campos vertebra el film a través de los ojos de Simon, trabajando un punto de vista llevado al extremo. Configura con ello un trabajo fuertemente psicológico en la que el sugerente trabajo de puesta en escena, el sonido y la música adquieren una importancia absolutamente capital. Un clima opresivo y de violencia latente se va adueñando poco a poco de la película a medida que la mente de Simon se revela en su monstruosa magnitud al espectador. La distancia de la cámara en las diferentes secuencias de sexo que pueblan la película o el descabezamiento de los personajes mediante el encuadre enfatizan el desapego emocional de un personaje enfermizamente preocupado por su propio bienestar y el materialismo por el que rige su existencia: la mujer como puro objeto con el que saciar su apetito sexual (físicamente o virtualmente) o el dinero para seguir manteniendo su particular castillo de naipes. Desnortado en un lugar ajeno, la deriva del personaje lo descubre como un ente frio, movido por primitivos impulsos y ajeno a la empatía que solo un desorden afectivo materno lo acercan a lo más parecido a un sentimiento. El progresivo desapego con el espectador llevan a la propuesta a incómodos terrenos mientras el embrionario estado psicopático de Simon empieza a eclosionar.

CAH Simon Killer

La sequedad expositiva y la incomodidad que progresivamente se va adueñando del metraje hacen de la notable Simon Killer una propuesta tan sugestiva como inquietante. Los extremos a los que su responsable conduce el film a buen seguro evitaran la indiferencia y garantizará un aireado debate entre los espectadores que se atrevan a adentrarse en la espiral autodestructiva de su personaje principal.

El domingo cambiamos las habituales salas del Aribau Club por el auditorio del CCCB y nos acercamos por primera vez a la sección Autoria Catalana con Volar, el nuevo trabajo documental de Carla Subirana. La autora se adentra en las instalaciones de una academia militar española mientras sigue los pasos de unos cadetes en su objetivo de ponerse a los mandos de un avión militar. Mostrando el proceso de desintegración del individuo para pasar a formar parte de una colectividad, una serie de planos no paran de repetirse a lo largo del metraje de Volar: los halcones que residen en la Academia del Aire, moldeados por el hombre y atados a una cuerda. Es la sutil metáfora de esos jóvenes que acuden a las Fuerzas Armadas movidos bajo un sueño húmedo de la infancia. Pero surcar los aires tiene un precio, y ello pasa por aceptar las normas y reglas internas (absurdas o no) de un mundo tan ajeno a lo que hasta entonces habían conocido. Es aceptar la perdida de la individualidad y abrazar lo colectivo. Es la sumisión del espíritu y matar la conciencia crítica. Es borrar la palabra cuestionamiento del diccionario. La secuencia en la que se cortan las garras a un halcón y se le lima el pico antes de que este inicie el vuelo es una de las secuencias clave que define parte del contenido de un documental que, sin renunciar a un discurso propio, otorga  al espectador su preciado espacio para que sea él y nadie más, quien se posicione ante sus imágenes. Ni siquiera en el aire esos halcones, adiestrados por la mano del hombre, son libres de verdad. Como tampoco lo terminan siendo esos jóvenes pilotos siempre sujetos a unas órdenes estrictas, como remarca ese juego con el sonido que sus responsables utilizan cuando los cadetes surcan los cielos. La línea entre la libertad y la reclusión es demasiado delgada.

CAH Volar

Un discurso tejido en torno al lenguaje audiovisual, con el montaje por bandera, en una excelente obra documental que, por si fuera poco, se adentra como nunca nadie lo había hecho en las entrañas de una institución tan poco transparente como reacia a abrir sus puertas.

Con Tower, debut en la dirección de Kazik Radwanski, volvemos al mal rollo que ya nos había metido en el cuerpo la brillante Simon Killer. Compartiendo interesantes puntos en común con aquella, Radwanski, intenta sumergirnos en la errática mente de Derek, un solitario y alienado hombre de 34 años que trabaja de carpintero mientras se dedica a un eterno corto de animación. Retraído y misterioso, Derek mata sus noches en los clubs de la ciudad, a la vez que inicia una relación de borroso futuro con una mujer, en apariencia, mayor que él. A diferencia del trabajo de Antonio Campos, Radwanski depura la puesta en escena y la concentra en el (primerísimo) primer plano casi continuo del rostro de Derek. El autor parece poner a prueba la tolerancia de un espectador sin comodidades ante un Derek cada vez más repulsivo y a un desarrollo que, pese al uso obsesivo de una cámara pegada al rostro de este, lejos de comprenderlo, lleva a una cada vez mayor frustración por estrellarse una y otra vez en el intento de acceder a la cada vez más intrincada y alterada psique de su personaje principal. Justo cuando la tensión contenida parece querer estallar. Ni la cámara ni el espectador llegan nunca a comprender un personaje inquietante, a la vez que se reflexiona sobre la proyección ilusoria de la imagen sobre el yo, ya sea ante las fotografías con una cámara del móvil o ante el propio espejo, regodeándose en una cicatriz en la frente que nunca va a dejar cicatrizar.

CAH Tower

Lo extremo de la propuesta, su abrupto final, su ida a ninguna parte, la alienante rutina diaria (escrupulosamente narrada) de un personaje que marca la distancia con el espectador desde el primer fotograma y la incomodidad que ello conlleva lleva a la propuesta de Radwaski a cierta repulsa inicial de la que, quizás, no es del todo justa merecedora.

Un pensamiento en “D’A 2013 (II)

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