19 de abril de 2024

D’A 2013 (y IV)

CAH A long and happy life

Día 7 y 8: Ficciones encontradas, cine de entretiempo y retorno a la desintegración del yo.

Penúltimo día en el D’A. Mañana será hora de hacer balance final pero todo apunta a que nada puede hacer que en la balanza final terminen pesando más las alegrías que las decepciones. Y si seguimos sumando obras tan estimulantes como Los Ilusos el botín final puede acabar resultando inmejorable. No fue sin embargo el trabajo de Jonás Trueba el que abría la tarde. A Long and Happy Life, el irónico título del tercer largometraje del ruso Boris Khlebnikov, narra la lucha de Sascha por mantener a flote una comunidad rural bajo las presiones de la administración para que abandone esas tierras. La promesa de una cuantiosa indemnización y la relación con la secretaria del lugar que le insta a mudarse a la ciudad parece conducir al personaje hacia una decisión definitiva, pero una inesperada negativa a marchar de la gente que cultiva esas tierras hace tomar a Sascha una actitud de resistencia. Khlebnikov decide abrir la película a la manera clásica con un plano general de la comunidad rural junto a un rio. Es la presentación del espacio central en el que se va articular el conflicto dramático, un lugar destartalado pero construido bajo la ilusión y el empuje de una utopía y un sueño que no terminan de cuajar bajo un contexto de crisis y destructiva especulación. A partir de ahí su autor articula un pesimista discurso en torno al ser humano con personajes siempre grisáceos, a excepción del retrato al borde de la caricatura de los representantes de la administración, y focaliza bajo el egoísmo o el aprovechamiento de la debilidad del otro las principales causas que explican la creciente tensión y involución del hombre a un estado primario que progresivamente inundan el relato de una violencia contenida amenazando con desmoronar la integridad moral del individuo. Tampoco su personaje principal se libra del tono gris con el que Khlebnikov traza a sus personajes, sirva de ejemplo esa inicial aceptación de una millonaria indemnización sin contar con las familias que tiene bajo su cargo (pese a la constante depuración de responsabilidades en su propia persona).

Cruda, oscura y absolutamente descorazonadora, A Long and Happy Life parece compartir una visión del ser humano parecida a la obra de otro contemporáneo de la cinematografía del este, el ucraniano Sergei Loznitsa. Sin embargo, Khlebnikov apuesta por una cámara al hombro pegada a los rostros de sus personajes, en contra del plano fijo y la sugerencia del encuadre en la obra del director de My Joy (2010). Y aunque la sutilidad no es la mayor virtud del último trabajo de Khlebnikov, la contundencia de su discurso dibuja una obra incómoda, valiente y siempre interesante.

CAH Los ilusos

Planteado como homenaje y necesidad de hacer cine como acto vital, el nuevo trabajo de Jonás Trueba, sigue marcando fronteras difusas entre realidad y ficción en una propuesta libre y desprejuiciada en un collage de imágenes, citas y sonidos donde todo parece tener cabida. Haciendo suya la segunda acepción del significado del título que da nombre a su propuesta, Los Ilusos deviene una película sobre el proceso de hacer una película y cómo vida y cine parecen indisolubles de su proceso creativo. Sobre el deseo de hacer una película como discurso exterior y sobre el que se vertebra la trama de la película dentro de la película. En ella un joven director busca inspiración para realizar una película en la que hablar del suicidio mientras la amistad, los apasionados diálogos a la mesa de un café en torno al cine y el amor se suceden en pantalla con una pícara mezcla genérica y un delicioso blanco y negro que no solo nos retrotrae a los grandes de la Novelle Vague (e incluso en homenajes a autores que tanto le deben a Truffaut y compañía como puede ser Tsai Ming Liang con ese bellísimo contraplano de la película de Vive l’Amour reflejado en la cara de ese director que ha perdido el apetito cinéfilo) sino que supone un paso más en la celebración del regreso a la pureza del séptimo arte. El cine nutriéndose de sí mismo. También de la vida. Porque es en los tiempos muertos y en los pequeños detalles, aquellos que el posmodernismo tanto ha reivindicado, donde hallar el ingrediente básico que define nuestra existencia. No puede haber mejor declaración de intenciones para definir parte del discurso de una película como Los Ilusos como los mismos planos que la abren a los ojos del espectador. Un texto sobre fondo negro apelando a una película de entretiempo realizada bajo la ilusión de unos cuantos amigos da paso, sobre fondo neutro, al plano detalle de unas diapositivas antiguas, aquellas que alimentaban las linternas mágicas antes de la aparición del cinematógrafo, mientras un diálogo indica la fascinación por ellas y resalta su valor artesanal al estar realizadas a mano. Cine mudo, tiempos muertos, pureza del cine y valor de lo orgánico.

Resulta difícil encontrar una obra tan sencilla y compleja a la vez. Tan visceral como cerebral en su forma y fondo. Trueba expone una obra llena de pasión y entrañas en la que el cine aparece como un ente plenamente vivo. Es tanto el amor por el componente artesano que tiene el cine que incluso los títulos de crédito o los carteles de los capítulos que dividen su estructura remiten directamente a ello. O como esa reivindicación de la fisicidad y lo orgánico del cine en los diálogos en torno al buen estado de una copia o el evidente desencanto de asistir a una proyección en pantalla grande de una película proyectada en un insuficiente formato digital como el Blu-ray, paradójicamente, en una sala prácticamente vacía para alegría de su protagonista. Algo que, aunque el hecho de ver una película es un acto individual, choca con esa socialización que implica asistir a una sala de cine y que tan presente tenían aquellos autores de la Novelle Vague a la que Los Ilusos permanentemente recurre.

CAH Los ilusos 2

Un refugio bajo el amparo de la historia del cine como camino para reescribir el futuro que parece adscribir el trabajo de Trueba en esa especie de run for cover artístico en el que grandes autores como Martin Scorsese han instalado sus último discursos. Fresca, divertida y brillante, la nueva propuesta de Jonás Trueba termina arrojando una mirada romántica y vital hacia el cine en su concepción más amplia, dibujando así una de las más sugerentes propuestas del cine español de los últimos años.

Bajo mismos parámetros de cine de guerrilla pero de distintos planteamientos se mueve el nuevo trabajo del tándem João Rui Guerra da Mata y João Pedro Rodrigues. A última vez que vi Macau narra la vuelta a Macao de un portugués a petición de Candy, una antigua amistad de los tiempos en que la región era colonia portuguesa. Cuando llega a una ciudad devorada bajo el neón y el neoliberalismo, Candy ha sido secuestrada por una misteriosa secta empezando así una investigación que puede llegar a poner en peligro su propia existencia. Sin embargo, ya la secuencia inicial de Candy (un transexual) cantando en playback el You Kill Me de Jane Russell, parece poner tierra de por medio hacia una representación convencional de un relato con aires de thriller neo-noir, apuntando hacia una posible reflexión del mismo, su mutación y el disfraz. Aquella secuencia en que unos adolescentes juegan a airsoft para pasar a convertirse en un juego de guerra de verdad, sin rupturas formales, ya expone la idea de una realidad devorada por una ficción. Guerra da Mata y Rodrigues plantean una obra que vuelve a jugar en la línea de la realidad y la ficción con una voz en off bicéfala y una evocadora mirada a la memoria que dibuja un pasado histórico tan nostálgico como decadente dando lugar a una Macao presente que parece representar todos los males del mundo occidental. Sin embargo, la apuesta formal de los autores pasa por una mirada casi documental, buscando en la misma realidad la propia ficción. La ficción construida a través de la realidad. La voz en off articula el relato a la vez que reflexiona sobre el pasado postcolonial de una isla que parece haberlo borrado de su memoria, mientras la ficción muta hacia el juego genérico que tiene en el fantástico su colofón final.

CAH A ultima vez que vi Macau

La abstracción y depuración del edificio formal aíslan el sonido y deja una ficción con rostros en off donde solo viejas fotografías sirven como contraplanos de personajes que parecen carecer de identidad. Con un marcado tono naif y emparentada con el trabajo de los cineastas de la última ola del cine tailandés, la propuesta de Guerra da Mata y Rodrigues termina resultando un experimento tan fascinante como desesperante, tan estimulante como alargada, marcando nuevos caminos para la construcción de una ficción mediante ideas y ejecuciones, en apariencia, tan simples como interesantes.

Llegó el jueves, y con ello el punto final a una nueva edición del D’A cargada de propuestas a celebrar. Nos despedimos con dos obras en las antípodas una de otra. La primera de ellas ha sido À Perdre la Raison, cuarto trabajo del cineasta belga Joachim Lafosse. En ella se narra la relación entre un joven marroquí, instalado en Bélgica gracias al altruismo de un doctor que lo acoge en su propia casa, y una maestra. Casados y trasladados a la casa del doctor los hijos comienzan a llegar, pero las presiones culturales, la rutina diaria y el cada vez mayor descarado poder del doctor frente a la pareja amenazan la armonía de la relación. Una muerte en off abre la película. Todo parece un accidente, mientras el espectador, situado desde el comienzo en la tragedia, intenta averiguar qué ha pasado. Con la secuencia final en un terrorífico fuera de campo, digno del propio Haneke, todo acaba por cobrar un sentido inimaginable cercano al horror puro. En un sutil juego genérico, que acaba instalando la propuesta en el terror, Lafosse sustenta la trama bajo un sabio empleo de la elipsis y lo que empieza como un idilio amoroso, poco a poco, va adquiriendo tintes pesadillescos. Porque À Perdre la Raison vuelve a exponer una de las constantes en muchos de los trabajos que este año han engrosado la lista del D’A: una vuelta a la desintegración del individuo bajo una castrante relación de sumisión progresiva ante el hombre, la presión cultural y la opresión en un entorno tan familiar como hostil, representado en el cada vez mayor perturbador control del doctor. La devastadora violencia psicológica lleva a una evolución del personaje de Murielle (inconmensurable Émilie Dequenne), absoluto eje del relato, a una degradación física y mental palpable. La casa se convierte en prisión y los niños en una losa que carcome. Lafosse plasma esta evolución en la manera de planificar los diferentes nacimientos y el vaciado de ilusión. El último de ellos (y no de manera casual, el único niño) parece el más marcado por el sufrimiento, se obvia la elipsis y se opta por el plano general marcando una distancia emocional. Por esa misma razón, en un mundo de hombres, Murielle acaba encontrando el reflejo y la paz en la madre de su esposo y su visita a Marruecos.

CAH A perdre la raison

De tintes psicológicos pero no llevando el punto de vista hasta los extremos de otras propuestas que han podido verse en el festival, la deriva de la obra de Lafosse y su secuencia final acaba adquiriendo cierta polémica en su discurso al simplificar y concentrar en unas razones concretas y sin un dibujo más profundo de su eje protagónico principal, las razones que llevan a los últimos acontecimientos. Comprender lo incomprensible en una obra tan incómoda y arriesgada como renqueante en la estocada final…

Más vitalista se presentaba La Plaga, debut en la dirección de Neus Ballús, encargada de clausurar de manera oficial este D’A 2013. Con la presencia de sus responsables detrás y delante de la cámara, la propuesta de Ballús se adentra en los límites entre realidad y ficción con una trama de historias mínimas que se entrecruzan, se alimentan y conforman un mapa humano sensible y cercano en el que el drama se presenta alejado de imposturas y situaciones forzadas. En un entorno rural bajo la presión de las autopistas y el mundo urbano, Iurie, un apasionado de la lucha grecorromana, combina sus entrenamientos con el trabajo en el campo junto a Raúl, un campesino que intenta sacar adelante una producción de cultivos ecológicos. En el mismo camino vive Maria, una anciana octogenaria fuertemente vinculada a la tierra que debe ingresar en una residencia por el empeoramiento de su salud. Allí será cuidada por Rosemarie, una chica filipina que ha dejado su país para buscar oportunidades en occidente. Y saludando a todos ellos cada día está Maribel, una prostituta a quien la creciente falta de clientes le plantea un posible cambio de rumbo existencial después de 20 años en las cunetas.

CAH La plaga

Bajo la inclemencia del caluroso verano que inunda unas imágenes de gran fisicidad La Plaga presenta a unos personajes desencantados que continuamente manifiestan estar en un lugar que no desean. El transcurso de la estación transforma el desencanto vital, dentro de un contexto de crisis, en una visión esperanzadora de la vida y revela la trastienda de algo que, sin embargo, siempre había estado allí mientras la amistad, el amor y el cambio de timón florecen con la llegada de una tormenta de verano. En cierta medida, la propuesta de Ballús juega en una línea similar a la planteada en A última vez que vi Macau con la idea de articular la ficción a través de la realidad y el relato encontrado. Si en la génesis de un proyecto que ha sido gestado durante cuatro años, el documental era la primera opción, resulta coherente la mirada que La Plaga ofrece en sus imágenes. No tanto por contar con actores no profesionales que hacen de ellos mismos como por el tono casi documental marcado a fuego durante gran parte de la película, dando la sensación de una cámara que sigue a unas personas y no unos personajes guiados por una cámara. Ofreciendo una mirada tan llena de sensibilidad y ternura como enemiga del sentimentalismo barato, honesta y sincera, La Plaga dibuja para Neus Ballús un futuro tan interesante como prometedor.

Con la revelación de los premios del público y la crítica a Otel·lo y Arraianos respectivamente (algo por lo que por primera vez apostaba  la organización del festival), se pone un brillante punto final a una exitosa y concurrida (pese a las inclemencias meteorológicas iniciales) nueva edición de un Festival Internacional de Cinema d’Autor de Barcelona que crece a cada año que pasa y que, atención, deja la promesa de una próxima edición más ambiciosa, madura e hipervitaminada en un panorama en el que festivales como este se antojan más necesarios que nunca. Allí estaremos.

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