Tercera jornada del Zinemaldia.
A veces lo más apetecible de la jornada no está en la Sección Oficial, hoy os hablamos de dos Perlas, difícil por cierto concebir dos films más opuestos, destinadas a marcar el devenir cinematográfico del año, quizás en un caso también de los próximos años. También, eso sí, hay algún protagonismo a la, hasta ahora poco lucida y más importante categoría principal de este Festival. Comenzamos
Nos contaba Juliano Ribeiro Salgado que su padre, el fotógrafo Sebastiao Salgado, era «un ciudadano del mundo y brasileño… pero ciudadano del mundo… y brasileño», una explicación que se justifica en su redundancia por las dudas que pueden surgir en el espectador que haya seguido de cerca la obra del creador de Génesis. Krajina, Ruanda, Etiopía… son los jalones de un viaje que resulta demasiado marcado en sus circunstancias, profundamente sometido a unos hechos que han definido la historia de las últimas décadas del siglo pasado hasta el punto de hacer olvidar el punto de origen, su lugar de nacimiento. Esta posibilidad de omitir de donde venimos queda perfectamente anulada en La sal de la tierra por la que, a nuestro juicio, es una de las secuencias claves de la película, ésa en la que contemplamos el proyecto matriz de Salgado, Tierra, en el que intenta devolver a la fazenda familiar su vegetación original. Raíces para no olvidar las raíces, los horizontes de la infancia para quien tiene los ojos cegados por otros horizontes. Quizá ese volver a lo seguro explique también el giro copernicano en el trabajo de Salgado, harto de ver en su pupila y en su objetivo al hombre como un depredador, como la criatura hobbesiana que aparentemente es. Quizás entonces La sal de la tierra sea el testimonio de un fracaso, de una caída, de un descreimiento, de un proceso de madurez, el del artista que pensó que sus imágenes, su testimonio, podían cambiar el mundo y se encontró con que el abismo le devolvía la mirada.
Quizás una de las mayores bazas de The tribe, la ópera prima de Miroslav Slaboshpitsky, sea su capacidad de lectura múltiple, su apariencia de cine de género (no tan lejano por ejemplo a un Scarface) bajo el que subyace el pesimista retrato de una sociedad ucraniana sometida a la violencia y a la mugre. Un país fallido, carcomido por la ruina pero regido, eso sí, por un orden estamental perfectamente definido. Tal vez en imitación a esa límpida estructura social piramidal, casi espartana, la planificación ideada por el cineasta ucranio sea tan estudiada y matemática, cadenciosos planos secuencia que muestran sin tapujos la violencia y el sexo, la sangre y el semen, y que son fruto, ni el mayor detractor del film negará esto, de un cuidadísimo estudio formal previo, digno heredero del mejor Gaspar Noé. Creemos importante remarcar esta insistencia en los planos sostenidos porque, a diferencia de otros ejemplos de cine reciente en cierto sentido cercanos a The tribe (pienso por ejemplo en Clip, de Maja Milos), donde observamos un montaje más fragmentado y multidisciplinar, heredero de las «nuevas tecnologías», hijo de su tiempo en suma, en la cinta de Slaboshpitsky se desvela su filia puramente cinematográfica, una ruptura con los nuevos cánones semánticos. Es una pena que la película, probablemente, vaya a generar más aburridos debates (nos conocemos a nuestros clásicos) por la explícita crudeza de sus escenas de sexo/violencia que por la pertinencia o no de sus peculiares formas, pero. en cualquier caso, es una de esas experiencias que no se deberían perder en este atractivo 2014. Atrévanse y vayan al cine (?).
Había encendidos debates a la salida del pase de Casanova Variations sobre la condición necesaria para disfrutar de sus aparentemente ocultas virtudes. A nosotros nos parecía algo paradójico que pudiera ser un argumento favorable el que para paladear su delicioso (?) néctar fuera necesario ser un apasionado del bel canto, ya que pensamos que la mejor de las alabanzas a una película de sus características debería ser enunciada exactamente en los términos opuestos, es decir, «que para disfrutar de una película de sus características NO hace falta ser un amante de la ópera». De esta frase que podría parecer banal se deduciría un hecho claro, sus propios defensores desvelan en su alegato, supongo que inadvertidamente, su nula empatía. Una falta de conexión que no parece casual visto el otro gran rasgo que la define, su funcionamiento de objeto masturbatorio a mayor gloria de la profesión actoral en su conjunto y de John Malkovich como individuo. Una prótesis destinada al placer propio tanto como el pene de madera que exhibe el de Illinois en sus manos en uno de los escasos momentos atinados de su metraje.
Un apunte, no tenemos nada en contra de los artificios, cualquiera que nos lea habitualmente lo sabrá, pero creemos que, en este caso en concreto, el problema no es su naturaleza representativa sino su carácter obsoleto y es que todo, hasta la autoironía que se destila de los chistes metacinematográficos (la ironía con uno mismo no deja de ser una forma de egolatría, obviamente) estaba presente en una sola escena de aquella otra broma que firmaba Spike Jonze hace ya algunos años, y que os podemos resumir así: «Malkovich, Malkovich, Malkovich, Malkovich…»