27 de abril de 2024

Críticas: Nunca es demasiado tarde

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La soledad era esto.

Sería interesante preguntarle a Uberto Pasolini hasta qué punto la canción de los Beatles Eleanor Rigby pudo influirle a la hora de escribir el guión de su segunda película como director, Nunca es demasiado tarde. Las primeras imágenes de la película recorren un pequeño cementerio situado en los alrededores de una no menos pequeña iglesia, hasta llegar al interior en el cual un sacerdote como el padre Mc Kenzie lee un panegírico para un difunto que nadie va a escuchar. O quizá sí. Sólo una persona escucha al padre decir las palabras que él mismo ha escrito, desde una iglesia que estaría prácticamente vacía de no ser por él, el cura y el ataúd. Se trata de John May, una persona extremadamente metódica en su vida personal y por extensión en su trabajo para y por el que vive. May rebusca entre los enseres de los fallecidos para encontrar un atisbo de vida a la que aferrar su recuerdo, mientras los suyos propios se limitan a esas personas desconocidas que jamás podrán saber que la última persona que les acompañó en la Tierra fue un simple funcionario haciendo su trabajo.

Still-Life

Nunca es demasiado tarde, es la desafortunada traducción que han querido dar en España a un título que refleja mejor lo que vamos a ver en pantalla. Still life, en el original, hace alusión a la naturaleza muerta, a la vida que existe en una fotografía o en un cuadro a sabiendas de que fuera de ellos esa vida ya no existe, acepción ésta que tiene su reflejo en la película en las fotografías de las personas que May debe enterrar en soledad, pero también en la manera en la que el director refleja la monotonía y sobriedad de la soledad del personaje. Primero con un guión que va fluyendo con naturalidad, sin grandes sobresaltos con los que podría haber llevado su historia a una comedia romántica o de superación más, pero que mantiene su esencia hasta casi el final; segundo por la impagable elección de su protagonista, el eterno secundario Eddie Marsan que realiza en Nunca es demasiado tarde su primer papel protagónico dotando a su personaje de una calidez que contrasta con la vida fría y anodina que lleva, y con el que, a pesar de la aparente futilidad de su existencia, encuentra ese punto que consigue la empatía instantánea del espectador. Por último, la cámara de Pasolini encuentra el encuadre perfecto para plasmar el mundo que rodea al protagonista, vacío, gris, pulcro y absolutamente simétrico, reflejo de su propia vida. Como hiciera Ben Stiller con su versión de La vida secreta de Walter Mitty, la inmensidad de los planos generales en contraposición con la figura gris tanto de Mitty como de May, los convierte en un punto insignificante dentro de un cuadro que refleja un mundo a punto de engullirles. La película comienza con una abundancia casi plena de planos fijos en los que apenas introduce en cada uno a más de un personaje, pero a medida que el protagonista va evolucionando, también evoluciona su mirada perdiendo la estaticidad inicial e introduciendo en esos planos a más gente que tiene algo que aportar a su vida.

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Sorprendentemente, Pasolini recurre a una escena final que rompe con todo lo establecido durante toda la película en cuanto al tono realista del mismo, y que resulta demasiado complaciente quizá para un público más habituado a los finales cerrados, aun con explicaciones que se escapan de lo racional. Unos últimos segundos con los que el director se arriesga a suscitar posiciones enfrentadas entre quienes lo interpreten como una traición a la propia película y quienes crean ver en él una especie de canto de esperanza. Pero sería injusto valorar un trabajo de la sensibilidad de Nunca es demasiado tarde por esos segundos extra, y no reconocer que estamos ante una de las películas que de una manera más triste y delicada han reflejado la soledad y la deshumanización de la sociedad.

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