Ficción o realidad. Imaginación o sugestión surgida del propio deseo. La fina línea que separa la vida real de la que queremos creer que existe más allá o en un plano distinto en el mismo espacio y el mismo lugar, es el nexo que une las dos películas de la cuarta jornada de Filmadrid. El festival vuelve a sorprender con dos propuestas inicialmente convencionales pero que acaban convirtiendo su planteamiento formal en el reflejo de la percepción distorsionada que sus protagonistas, curiosamente dos mujeres, tienen de la realidad. Dos películas que han provocado reacciones encontradas entre los asistentes a su proyección pero que sin duda no han dejado indiferente a ninguno de ellos.
O Touro parte de la leyenda portuguesa sobre el rey Don Sebastião de Portugal, de quien cuentan que murió bajo las arenas de Marruecos tras la batalla de Alcazarquivir en 1578 y cuyo espíritu levantó un ejército y fundó la isla brasileña de Lençois. En las dunas de Lençois, dicen, Don Sebastião se aparece en forma de toro en las noches de luna llena pidiendo que le claven una daga en la estrella que tiene en su frente. Hasta Lençois se desplaza la directora Larissa Figueiredo para documentar la aventura de una joven portuguesa en busca del fantasma de Don Sebastião. Figuereido sigue a Joana en su descubrimiento antropológico sobre las gentes que habitan la isla, y cómo poco a poco se va integrando en la cultura de las leyendas y la religiosidad que los isleños tienen fuertemente arraigada. De la mano de Joana, el documental propone un acercamiento a las costumbres y la cotidianeidad de un pueblo por el que planea siempre la sombra de lo místico, de lo sobrenatural de unas creencias que no dejan de ser una deformación de la realidad que acaban por afectar a la propias sensaciones de la protagonista. Es entonces cuando O Touro pasa del naturalismo documental a un realismo mágico desconcertante. Figueiredo juega con distintos tipos de movimientos y ángulos de cámara extrapolando esa distorsión sensorial a ésta, que hasta entonces había recogido en mano las experiencias de Joana como un acompañante más de su viaje, para crear ilusiones ópticas producto de su ensoñación y llevarla hacia otro viaje místico y espiritual.
Si con Theeb hablábamos de un homenaje al western y al cine clásico de aventuras hollywoodiense, con la egipcia Décor éste transcurre entre el melodrama clásico egipcio de los años 40 y 50 y el propio mundo del cine en un ejercicio metacinematográfico imposible. Como si la Alicia de Lewis Carroll fuera de puerta en puerta adentrándose cada vez más en un laberinto de (ir)realidades paralelas del que no pudiera salir, la protagonista de Décor, Maha, acaba sumergiéndose en la vida artificial que ella misma ayuda a construir como decorado para la película en la que trabaja, hasta llegar a un punto en el que le es imposible distinguir cuál de las vidas que está viviendo es la verdadera o no. Rodada en blanco y negro y con el tono melodramático de las películas a las que constantemente se hace alusión, la cinta del director Ahmad Abdalla hace una triste reflexión sobre la incapacidad para ser feliz con lo que nos aguarda tras las decisiones que tomamos en la vida. Sobre cómo el camino que elegimos en un momento determinado, por intrascendente que parezca, puede cambiar el curso de la vida de una persona y sobre cómo su felicidad está supeditada a esa mínima decisión. Excavando bajo la historia de Maha y sus vidas paralelas, se puede apreciar muy sutilmente una lectura política sobre la frustración de un pueblo que tratando de escapar de unas condiciones adversas, acaba cayendo en manos de quien acaba sumergiéndole en una miseria más profunda que en la que ya estaba. El juego que propone el director a través de superponer distintas capas de realidad se va enmarañando sin embargo en un sinfín de discursos morales que desembocan en un final demasiado complaciente.