19 de abril de 2024

Críticas: Eden

Eden - Cinema ad hoc

Light at the opening, dark at the closing.

Discernir entre la experiencia del visionado y el contenido intrínseco de la obra cinematográfica es, a menudo, uno de los retos más complicados que ha de asumir un crítico. La comunión colectiva entre los que caímos rendidos por las virtudes de Eden durante el pasado Festival de San Sebastián fue una de ésas que se dan cada mucho tiempo, capaces de destapar afinidades y crear vínculos. Los azares de la distribución han provocado que justo un año después, cuando está a punto de comenzar otra edición de la cita donostiarra y con ella nuevos intercambios que no harán más que enriquecer y prolongar hasta el infinito nuestras vivencias frente a la pantalla, la cuarta película de Mia Hansen-Løve llegue por fin a las salas españolas. Y regresar a ella no hace más que evidenciar que el impacto del momento, nuestro momento, tuvo tanto que ver en aquella apreciación como la aparición del tembloroso reflejo de muchos de nosotros en ese eufórico túnel en el que se nos sumerge de la mano de su estancado protagonista.

En los anteriores trabajos de la directora francesa, en especial Le père de mes enfants (2009) –inspirada en la figura de Humbert Balsan, prestigioso productor independiente cuyo suicidio en 2005 marcó a Hansen-Løve–, la búsqueda incansable y dedicación abnegada a una utopía acababa engendrando monstruos mucho más terrenales: deudas imposibles de afrontar, interminables horas de reuniones y burocracia, confrontaciones con lo más íntimo nunca antes esperadas. Pero, mientras la película citada contenía una de las brechas dramáticas más radicales –por su sequedad y coherencia– que pueden llegar a plantearse en un guión, aquí la naturaleza del drama es muy distinta. La diferencia sustancial es que Eden sumerge al espectador en el mismo viaje sensorial que experimenta Paul, un joven DJ atrapado en el sueño del garage durante el auge de la música electrónica en París, a lo largo de dos décadas. No hay una ruptura temporal brusca, sino que ésta se produce de manera gradual, en paralelo a nuestra toma de contacto con el angustioso callejón sin salida al que se encuentra abocado.

Eden (2) - Cinema ad hoc

Los primeros compases de Eden nos sitúan en noviembre de 1992, cuando una sesión clandestina en una nave abandonada en pleno bosque alumbra el sueño musical del protagonista. Desde el momento en el que describe al DJ del local su hechizo por esa suave melodía formada por pequeñas flautas, con la consiguiente transformación en música extradiegética durante los espléndidos créditos iniciales, una parte del absorto Paul quedará para siempre en ese vetusto local. Y el soberbio cuidado que Hansen-Løve imprime al capital aspecto musical, convertido en motor vital de sus personajes, provoca que también algo de nosotros quede abstraído junto a él. No sólo el espléndido asesoramiento, en ocasiones limítrofe con la recreación documental al proponer que artistas de la época recreen sus vivencias en pequeños papeles, se deja notar: también el hecho de que el propio coguionista y hermano de la directora, Sven Hansen-Løve, sea uno de tantos jóvenes franceses que quedaron capturados por aquel sueño durante la década de los 90 y acabaron entregándose a él. En su figura está inspirada la película, que roza el milagro cuando se trata de reflejar fielmente la compleja esencia de lo que ocurre dentro de las paredes de un club, entre multitudes extasiadas. Lentamente, contemplamos cómo el implacable paso del tiempo lleva a esos sonidos a apagarse y a Paul a distanciarse de esa masa heterogénea para ser aplastado por el peso de lo mundano.

A lo largo de los veintiún años abordados, que confieren a la narración un carácter de ambiciosa crónica vertebrada a través de lo sonoro, el aspecto físico del hierático Paul –gran trabajo de Félix de Givry, en su primer papel importante– no cambia sustancialmente. Sí lo hace su difuso mapa de relaciones: mientras algunas de sus amantes acaban formando una familia y alejándose de sus sueños de juventud o el compañero de carácter más depresivo pone fin a su vida repentinamente, dos de sus colegas parisinos terminan siendo referencia en la música electrónica incluso para aquellos que aseguran no comulgar con ella. Sí, hablamos de Daft Punk, que cedieron los derechos de varios de sus temas por una cantidad simbólica y cuyos miembros aparecen como personajes secundarios interpretados por otros actores –memorable la secuencia en la que el portero de un club no les permite la entrada–. Su ascenso y adaptación al medio durante dos décadas sirve para esclarecer la progresión de la escena y puntuarla mediante el uso de sus reconocibles canciones, pero también para dejar claro que ellos no son el centro de la misma. Eden se fija en todos aquellos que no consiguieron ser Daft Punk y se perdieron en la euforia del camino, víctimas de su autodestructiva fidelidad a las elecciones tomadas durante una juventud imposible de dilatar eternamente.

Eden (3) - Cinema ad hoc

No es hasta el tramo postrero, en el que el plano sonoro va cediendo su protagonismo a la suave naturalidad que había capitalizado la filmografía anterior de Hansen-Løve, cuando cobran peso todas las deudas que durante su periplo ha contraído un Paul ahora enfrentado a la convivencia con una realidad de trabajos alimenticios, adicciones y sinsentido existencial. Un movimiento de cámara circular en torno a la distancia ya insalvable que le separa de una joven DJ, mientras ésta pincha en su Mac el Within de Daft Punk, termina por desconectarle de esa persecución utópica. Pero sabemos que la música seguirá latente en su interior, igual que en el nuestro después de unos créditos finales que le devuelven al éxtasis de la discoteca. Como dicen los versos del poema de Robert Creeley cuya significativa lectura marca el final, todo en la vida está unido al ritmo. Siguiendo esa misma afirmación, las imágenes de Eden y su momento, nuestro momento, permanecerán felizmente indisolubles tras la oscuridad del cierre.

Eden (final) - Cinema ad hoc

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