Esta no es una película de Michael Moore.
En la primera secuencia del documental se muestran las imágenes de Pyongyang en un día soleado, con las plazas y calles llenas de norcoreanos felices, los niños cantando y bailando mediante vistosas coreografías. Todo un paisaje multicolor que sufre los arañazos infligidos por las voces de las intervenciones de varios corresponsales periodísticos, delegados de la ONU y algunos disidentes norcoreanos que denuncian la dictadura militar del país, la falta de comida y recursos básicos para la población, además de la proliferación del armamento nuclear y el pisoteo sistemático a los derechos humanos. Este contraste sin disimulo entre las imágenes bucólicas que vemos y las críticas despiadadas que escuchamos es la invitación para introducirnos en la vorágine propagandística.
Álvaro Longoria comienza su viaje junto a otros dos compañeros de equipo. Los tres van provistos de sus cámaras y acompañados por un guía nativo del lugar, que los conduce en la furgoneta a todos los lugares que pueden visitar. El recorrido salta desde Pyongyang hasta la mismísima franja desmilitarizada que divide Corea en dos mitades, quizás la frontera más peligrosa por la tensión que pueda producir una invasión desde el norte o bien desde el sur, con el apoyo norteamericano. Seguimos siendo testigos de múltiples testimonios de representantes norcoreanos, periodistas chinos, analistas norteamericanos contrarios al régimen de Kim Jong-un, al hermetismo de Corea del Norte y a la creciente provisión de armamento nuclear, mientras en la zona “desmilitarizada” los soldados y un grupo de mujeres bailan felices. El documental sigue alternando abundante material de archivo con los testimonios de distintas personas y las propias declaraciones del director, cada vez más cautivado con las maravillas del país, sus enormes avenidas, sus parques de atracciones, las esculturas y monumentos. Todo lo que aparece en pantalla es casi un caramelo que invita a irnos a vivir con los norcoreanos. La propaganda nos ha hecho mella como espectadores y justificamos incluso que estén armados hasta los dientes en prevención a la invasión desde el extranjero.
Hasta este momento The propaganda game ha funcionado como un eficaz publirreportaje de lujo para vender Corea del Norte, pero durante una entrevista improvisada a un soldado octogenario que muestra decenas de galones prendidos en su uniforme, con toda la alegría posible y gran naturalidad viene a decir que los militares son la clase más privilegiada de allí. Con una intervención inocente y sin dobles intenciones volveremos a la realidad porque, lo queramos ver como un sueño o como una pesadilla, aquello es una dictadura militar. Este punto de giro en el segundo tercio del metraje nos crea un interés cada vez mayor acerca de lo que vemos y oímos en la pantalla.
Álvaro Longoria dirige su segundo largometraje documental, tres años después de Hijos de las nubes. La última colonia utilizando todos los recursos disponibles del género. Comienza como cualquier documental subjetivo en el que su voz y presencia nos marca un punto de vista, pero enseguida cede el micrófono y la imagen a cualquier persona que pueda aportar nuevos puntos de vista dentro del limitado marco temporal de seis días de grabación, reforzado por la vigilancia constante del equipo por los representantes de los distintos órganos del aparato norcoreano que los vigilan, incluido Alejandro Cao de Benós, quizás uno de los mejores embajadores que ha podido conseguir el líder de la nación, un carismático soldado de origen español que forma parte del ejército norcoreano, como el único extranjero.
Este quiebro supone la decisión más acertada por el director quien, sin dejar de utilizar la forma y dinamismo de un documento audiovisual editado con ritmo y reforzado por el contraste entre las intervenciones sucesivas que aportan los entrevistados con sus testimonios, lo aligera con la inclusión de imágenes de otros medios informativos que amplían o neutralizan las declaraciones. El método que emplea el realizador es el de realizar un documental clásico que cuestiona los mecanismos de objetividad, tanto por la forma como por el tema que consigue abarcar y equilibrar los numerosos puntos de vista, a cada cual más subjetivo.
Resulta apasionante que, con todas sus limitaciones de grabación y desplazamientos controlados por los representantes asignados allí, haya conseguido joyas como es la de captar similar respuesta de tres ciudadanos ante la misma pregunta: ¿son felices en Corea? Siendo la respuesta “Sí” en los tres casos, la gestualidad y tensión corporal, miradas o sudores, iban desde el aplomo total de un militar, al escepticismo de un estudiante y el temor a ser grabado de otro ciudadano.
The propaganda game es un buen tratado acerca de una guerra que no se libra solo entre un régimen comunista y el sistema capitalista que lo censura, o entre la dictadura y la democracia. Más que una guerra entre enemigos antagónicos, lo que se disputa sucede entre las maquinarias dispuestas a engañar con la propaganda desde uno u otro bando. Entretanto surgirán muchísimas cuestiones sin respuestas, aunque cada espectador interesado en el tema podrá resolverlas por su propia búsqueda de información e interés.