29 de marzo de 2024

Críticas: La promesa

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Fatídico reencuadre.

La regla de los tercios. La proporción áurea. Dejar aire por arriba, que el personaje respire. El cine es fotografía, por lo que las reglas del encuadre son compartidas. Pero el cine no sólo es fotografía. El conjunto de instantáneas y la ilusión de movimiento lo convierten en otro medio, con sus propias normas. La herencia centenaria de esta disciplina artística ha dado lugar a una serie de leyes sobre cómo filmar. El cine clásico se caracteriza por una fluidez que genera la sensación de que esa manera de exponer los hechos es la más cómoda para el público, la más eficaz, la más comprensible. Una teoría que fomenta la idea del director como artesano y asfixia la libertad formal del artista. Las barreras no son impermeables, y auténticos autores como Fincher son capaces de encontrar su lenguaje en las férreas estructuras del cine comercial –el que hereda en mayor medida las enseñanzas del clásico–, pero son normas que anteponen la buena digestión de la audiencia al discurso artístico. Y, ya sea por el ego del que dirige o por libertad de expresión, estas reglas no siempre se respetan.

El denominado cine de autor se basa en la notoriedad de la forma, que en numerosas ocasiones se construye a través de la aspereza narrativa o de la incomodidad del público receptor. La reducción de concesiones se convierte en la exigencia de una actitud activa por parte de la audiencia, con la promesa de encontrar un trabajo más personal. Y este discurso puede ser una reinterpretación de las bases, un cuestionamiento de las mismas o una pura provocación. Sólo hay que pensar en Lars von Trier y su adhesión al movimiento Dogma para entender de qué va el juego. Ese partido ya terminó, pero en su cine siempre se hará patente su personalidad irreverente, con planos voluntariamente erróneos desde el punto de vista fotográfico, desenfoques que remueven en su tumba al mayor de los puristas y constantes reencuadres en la grabación de unas escenas que se desarrollan a base de improvisación.

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Luego está quien decide prestarle atención a otros aspectos, o simplemente ya no está para perder el tiempo. Y ahí asoma su enorme nariz el director judío de míticas gafas de pasta. Woody Allen siempre ha estado más pendiente del discurso de fondo y del tono que de la pura puesta en escena, lo que no le ha impedido pergeñar ideas visuales tan maravillosas como narrativamente elocuentes. Con el avance de los años, ha encontrado en el cine una vía de escape a su eterno temor a la muerte. Más pendiente de no caer en una depresión que en crear obras talentosas, sus últimos 8-10 años destacan por una dejadez en la filmación, que sería flagrante si tratara de ocultarlo. Su honestidad vence y el resultado se tolera por ser quien es y por la apabullante soltura con la que consigue que sus obras menores estén siempre por encima de la media del cine actual. Sin embargo, un análisis de los encuadres de sus últimas obras señala una improvisación absoluta, una desgana y una falta de interés en ceñirse a las normas preestablecidas en el imaginario cinematográfico. Sin embargo, aquí no hay reflexión ni denuncia; la desidia comanda el plano.

En un desconcertante intermedio entre estas tres filosofías se sitúa La Promesa (Une Promesse, 2013), lo nuevo de Patrice Leconte, que llega a la cartelera española con posterioridad a su última película, No molestar (Une heure de tranquillité, 2014), estrenada a principios de este verano. El proyecto se teje en clave de drama romántico de época y adapta la novela corta Viaje al pasado (Reise in die Vergangenheit), escrita por el suizo Stefan Zweig y publicada en 1929. En un primer momento, nada en esta obra da la impresión de que vaya a salirse de los estándares de la narración cinematográfica. Su apariencia es sobria y la temática invita al clasicismo, pero, sin embargo, si bien no abandona los cauces canónicos, hay algo en la composición del plano que descoloca.

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Como película emocional que es, La Promesa se cimenta en la interacción humana, de la que nacen sentimientos que, en su vertiente más melodramática, impulsan el relato. El amor prohibido que se establece entre los dos personajes principales se nutre de su contexto social de inicios del siglo XX para exacerbar el delito moral y retrasar la consumación de la infidelidad. Miradas furtivas, encuentros a escondidas y una tensión pasional que se evidencia sin llegar al colapso, pero que provoca una propuesta formal desacertada. Leconte quiere contagiar al fotograma de estas emociones, y para ello decide llevar a cabo una serie de rápidos zarandeos de cámara y zooms, unos reencuadres nerviosos que se empapen de lo que filman. Lo que en principio podría ser un juego interesante se convierte en un obstáculo para el disfrute de la historia. El recurso no sólo es superficial, sino de brocha gorda. La idea quiere jugar en la liga von Trier, pero se desarrolla con tal torpeza que sobre ella planea la duda de una posible desgana woodyallenesca.

A este desatino se suma una historia contada con corrección pero sin estímulos que atrapen la atención. La premisa no es novedosa y los derroteros tampoco innovan, por lo que sólo queda la opción de la brillantez narrativa o la inclusión de detalles que maticen el género. La obra está dirigida con el oficio de un director veterano como Leconte, pero este se acerca más a la labor del artesano que a la del creador. Desconozco si la película consiste en una adaptación fiel del desarrollo de la novela de Zweig, pero lo que sí es cierto es que la gestación del conflicto le come demasiado metraje al mismo, que queda reducido a unos escasos 10 minutos que dan lugar a un precipitado final que resuelve la trama sin la necesaria intensidad que un proyecto de este corte requiere. Tan lejos de ser fallida como de ser excelente, el mayor problema de La Promesa, por el que destaca, es por ser conservadora.

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