24 de abril de 2024

Críticas: No te preocupes, no llegará lejos a pie

Viñetas para la sobriedad.

Gus Van Sant es ese tipo de director que, como Ang Lee o Steven Soderbergh, vive con un pie en el cine comercial y otro en el cine de autor más personal. Aunque Lee haya pasado a la historia reciente del cine por dramas intimistas como La tormenta de hielo (The Ice Storm, 1997) o Brokeback Mountain (2005), o por su investigación formal en el género de las artes marciales con Tigre y dragón (Wo hu cang long (Crouching Tiger, Hidden Dragon), 2000), entre su lista de obras pueden encontrarse piezas plenamente integradas en la maquinaria de Hollywood como Hulk (2003) o La vida de Pi (Life of Pi, 2012). Y lo mismo ocurre con Soderbergh, creador de la ganadora de la Palma de Oro Sexo, mentiras y cintas de vídeo (sex, lies and videotape, 1989), del remake Solaris (2002) o de la extraña Bubble (2005) y a la vez responsable de la trilogía Ocean’s (2001-2007). Por su parte, Van Sant ha sido capaz de combinar obras orientadas hacia una audiencia mayoritaria y carentes de verdaderos retos morales o intelectuales para el espectador, como es el caso de El indomable Will Hunting (Good Will Hunting, 1997), Descubriendo a Forrester (Finding Forrester, 2000) o Tierra prometida (Promised Land, 2012) con radicales ejercicios de forma como Mi Idaho privado (My Own Private Idaho, 1991) o la que se ha denominado “la trilogía de la muerte”, que se compone de Gerry (2002), Elephant (2003) y Last days (2005) —un grupo que se podría ampliar a cuatro piezas si se incluye Paranoid park (2007).

Se trata, por tanto, de un tipo de director ecléctico, que no le hace ascos al cine comercial, probablemente porque es consciente de que la autoría no reside tanto en la duración del plano o la incomodidad de los encuadres que se utilicen como en la mirada que se aplique a cada proyecto en cuestión. Y, para qué negarlo, porque hay veces en las que vale la pena aprovecharse del aura autoral que uno pueda tener para filmar películas a modo de artesano con tal de obtener ingresos suficientes para financiar posteriores proyectos más radicales, como a todas luces parece haber sido el caso de la insulsa Tierra prometida. La cinta a analizar, No te preocupes, no llegará lejos a pie (Don’t Worry, He Won’t Get Far on Foot, 2018), pertenece al grupo de filmes que se orientan hacia el público mayoritario. La obra adapta a la gran pantalla la historia real de John Callahan, al que interpreta Joaquin Phoenix, un joven que en los años setenta sufrió un accidente de tráfico porque tanto él como el conductor viajaban completamente ebrios, situación que le provocó tener que vivir desde entonces en una silla de ruedas. Enfermo física y mentalmente, John encontró una vía de escape en su terapia de desintoxicación mediante la ilustración de viñetas para revistas y periódicos, hasta el punto de convertirse en un reputado artista.

Tanto por el fondo como por la forma, No te preocupes, no llegará lejos a pie difícilmente podía ser algo distinto a una cinta de cierto corte comercial. Las historias de autosuperación son caramelos para la industria del cine, y especialmente en los casos en que este subgénero se fusiona con otro tan adictivo o más para el gran público: el biopic. A pesar de que la premisa podría poner los pelos de punta al espectador alérgico a cualquier sobredosis de emotividad, sería injusto desestimar una cinta de Gus Van Sant sin antes haberle dado una oportunidad, y al director de Kentuky sólo le hacen falta cinco minutos para demostrar que esta no es otra obra lacrimógena con moraleja final reconfortante y escasa de ideas. En una inteligente decisión formal, el autor decide que la mejor manera de abordar la historia es mediante la fragmentación de la línea temporal. Los saltos entre las diferentes etapas de la vida de John Callahan son constantes, una situación de la que se pueden sacar dos claras lecturas. Por un lado, al comenzar por el final —un Callahan bien aseado dando una conferencia en un teatro atestado—, el realizador le deja claro a su audiencia desde el primer segundo de metraje que aquí lo importante no será la evolución de la trama, saber si finalmente hay redención o no para un personaje atormentado. La atención, por tanto, se centrará en la construcción del protagonista, con sus luces y sombras, y cómo el proceso artístico puede llegar a ser literalmente curativo. Por otro lado, la gran fragmentación que se produce, especialmente al comienzo del relato, sirve de perfecta presentación de Callahan. La ruptura constante de la línea temporal puede interpretarse como la manera en que el atormentado y alcoholizado protagonista vive su vida, perdido física y mentalmente entre borrachera y borrachera.

A medida que el relato avanza, la cinta transita senderos más convencionales, aunque no por ello carentes de interés. Es cierto que aquí no aparecerán grandes hallazgos formales como los infinitos trávelin laterales que caracterizaban a Gerry, ni las atmósferas inmersivas que convertían Elephant en una auténtica joya del cine independiente estadounidense. Sin embargo, lo que destaca en esta nueva aproximación de Van Sant a un tipo de cine abierto a todo tipo de público es la mirada que aplica a su relato, finalmente una de las armas más poderosas de todo autor con un mínimo de interés. En el caso de las historias de autosuperación, el punto de partida más recomendable suele ser el de no cargar las tintas con el tono, puesto que la historia de por sí ya suele ser lo suficientemente deprimente. Van Sant lo sabe de sobra, de ahí que, lejos de desarrollar un drama lacrimógeno, opte por la ligereza y la comedia para afrontar cada escena. El resultado no sólo permite que cada momento reciba espacio suficiente como para desarrollarse en condiciones, sino que, habida cuenta de la temática que se trata en la cinta, permite construir una suerte de ejercicio metacinematográfico acerca de cuál debe ser la manera adecuada de afrontar una situación extrema como la del personaje protagonista. En última instancia, la mejor manera de salir adelante, y puede que la única, es aceptar las miserias propias y ajenas, una manera de enfrentarse a la vida para la que el mejor aliado posible es, en efecto, el humor.

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