Tula, tula, tú la ligas.
El bosque empezó a moverse y, conforme miraba a través de la cámara, experimenté miedo. Con estas palabras explicaba la fotógrafa checa Jitka Hanzlová, en una retrospectiva sobre su obra, dentro de las fotografías dedicadas al bosque. Las imágenes en formato vertical, captadas tanto de día como de noche, situadas entre los árboles y diversa vegetación, eran instantáneas con una fuerza primitiva y ambiental que producían fascinación y desasosiego de manera simultánea. Esta misma textura visual aparece justo en el plano que da inicio a El bosque de los suicidios, mediante un travelling de aproximación que puede estar realizado con una maqueta nocturna de un bosque, o bien con la cámara operada desde un dron sobre un bosque real. El veloz movimiento nos empuja hacia las verdes copas de los árboles para sumergirnos de la misma forma que lo haría una inmersión en el mar, hasta que la oscuridad lo rodea todo.
Así comienza el primer largometraje de Jason Zada, una nueva incursión el terror después de su cortometraje Take this lollipop, una aplicación interactiva en facebook con millones de seguidores. El director plantea su film sin salirse de los márgenes genéricos del terror, rodando un guión ajeno que maneja gran parte de las herramientas esperadas en esta producción, desde la mujer protagonista que quiere reencontrarse con su hermana en Japón, acompañada por un caballero con motivaciones algo dispersas. Juntos recorrerán caminos lúgubres que no invitarían a pasear ni en la mañana más luminosa del verano. Llegarán a una cabaña en lo más profundo del bosque y correrán por trochas perseguidos por excursionistas muy hostiles. Por supuesto el film no engaña presentándose con un titulo como El bosque de los suicidios, que da forma a un producto dirigido tanto al público juvenil como al que quiere pasar un rato entretenido. En una hora y media que se desatasca una vez sucede toda la acción dentro del bosque, lugar donde se desarrolla la odisea de Sara, treinteañera independiente y convencida en encontrar a su hermana gemela Jess. Las hermanas Sara y Jess, que a pesar de sus nombres no son las Parker. Bromas aparte, el desarrollo de la acción se refugia en los resortes básicos formales en cuanto a escalas de encuadres, efectos de sonido y bajadas de ritmo que proporcionan los sustos prometidos desde la promoción del film, más efectivos a medida que avanza el metraje.
En la primera parte ofrece su mejor baza situando la atención en el tratamiento psicológico de la protagonista, mediante flashbacks que contradicen en pantalla lo que ella misma narra acerca de la noche que murieron sus padres, esos planos amenazadores del sótano de la casa familiar. Estas secuencias resultan menos truculentas de lo que estilan películas similares. Más adelante, en Japón, una vez que Sara llega a la caseta de vigilancia del bosque durante su primer contacto con los japoneses, Jason Zada logra un ambiente inquietante que contrasta con la naturalidad del momento cuando ella es conducida por las escaleras hasta el local subterráneo en el que permanecen conservados en frío los suicidas desconocidos cuyos cuerpos han sido hallados en el bosque. El director recurre al mismo movimiento de cámara, iluminación y sucesión de planos parecidas a las mostradas en la secuencia del sótano anterior, creando un vínculo de temor que multiplica la tensión y crea un ambiente amenazador.
El resto del film guarda imágenes sueltas que certifican un buen uso de la focalización de la mirada en el centro de interés, aunque quizás habría salido ganando si hubiera empleado el plano secuencia para mantener la atmósfera de peligro, antes que el abuso del corte automático para resaltar los golpes de efecto.
El bosque de los suicidios es una producción de terror de presupuesto moderado para el mercado norteamericano, aunque ya quisieran diez millones de dólares para rodar en otras partes del mundo. Juega bien con los límites económicos de unos exteriores naturales rodados en su mayor parte en Belgrado, con algunas referencias de situación en la ciudad de Tokio y el Monte Fuji que parecen sacadas de algún archivo. Lo demás se puede simular colocando carteles escritos en caracteres japoneses, contratando algunos figurantes y actores de esa nacionalidad. A pesar de que se desaprovechen el acervo cultural sobre fantasmas de la literatura nipona, por una parte. Y por otra, el uso escaso de la capacidad natural en los escenarios vegetales para crear una sensación de inseguridad sin más artificios, algo que sí se demostró en la famosa El proyecto de la bruja de Blair o en la magistral El trono de sangre de Akira Kurosawa. Sin embargo el film actual se presenta como un largo por encima de la media que va destinada al consumo rápido de los dos primeros fines de semana, sin traicionar al público, con alguna propina interesante de regalo, un clímax delirante y dejando una cantidad suficiente de cabos sueltos por atar en la probable segunda parte.