Revolución desde lo tradicional.
A pesar de la inagotable fuente de recursos expresivos que es el medio de la animación –habitual y erróneamente denominado género–, lo cierto es que el grueso de la producción se esfuerza en disimular sus posibilidades y disfrazarlas de realismo, como si la aspiración de la animación fuera dejar de serlo. Esta situación es especialmente dolorosa en la factoría más mediática de la cinematografía actual, el estudio Pixar. Su vocación realista confunde la transparencia con el convencionalismo, y reduce los recursos formales del medio a lo que en acción real serían los efectos especiales: las escenas de acción, reducto que despega los pies de la tierra virtual y se mueve con algo más de libertad. Es precisamente esa última palabra, “libertad”, la que constriñe a este estudio, más enfocado a hacer caja que a crear –y, lo que también es importante, a formar creadores–.
Un ejemplo sólo en apariencia similar es el que presenta la animación japonesa más laureada, recogida en el ya mítico estudio Ghibli. Aunque incluyan tantos o más elementos fantásticos como los también presentes en las obras de la empresa que dirige John Lasseter, la mayor parte de sus producciones viven ancladas a esa vocación realista. Tomar el último trabajo de Hayao Miyazaki desmonta toda sospecha. El viento se levanta (2013) no presenta el menor atisbo de fantasía en el retrato del mundo real que plantea. Todo atiende a los cánones físicos de la acción real, y, sin embargo, lo que parecería una traslación equivalente a Up (2009), en dibujo tradicional, muestra unas notorias diferencias, en principio inexistentes pero palpables al analizar en profundidad. Y es que el maestro nipón se interesa por los detalles y por la vida presente en los objetos inanimados. Una vida que sólo es posible gracias a las virtudes de este medio, que, aprovechadas como Miyazaki, posibilitan el despliegue de un mundo interior rico en matices y coherente con su obra global, capaz de dar vida y cuerpo a un concepto tan inmaterial como el viento.
Dos maneras diferentes de entender una misma senda, la más explotada, pero no la única. En contraposición a la animación realista existe un racimo de opciones que colocan la forma en el foco del proyecto. Films que se proponen investigar en las propias vías de expresión animada, que en muchos casos reducen la historia a un esquema argumental básico sobre el que construir un armazón experimental que le saque el mayor partido al terreno pisado. En el lapso de un mes convivirán en la cartelera cuatro obras talentosas que reflejan estas dos vertientes de la animación, perteneciendo la mitad a cada bando. Se trata de las realistas Zootrópolis (2016) y El recuerdo de Marnie (2014), y las formalmente libres El niño y el mundo (2013) y la obra a analizar, El cuento de la princesa Kaguya (2013). La segunda y la cuarta portan el sello Ghibli y llegan el mismo día a las pantallas españolas, en lo que supone un guiño del destino que cimenta la reflexión sobre la contraposición de estilos de animación que este texto se propone expresar.
El recuerdo de Marnie está dirigida por Hiromasa Yonebayashi (Arrietty y el mundo de los diminutos, 2010); El cuento de la princesa Kaguya llega con la firma de Isao Takahata, el mítico director de La tumba de las luciérnagas (1988) o el clásico televisivo Marco, de los Apeninos a los Andes (1976). La primera sigue la senda marcada por Hayao Miyazaki; la segunda va por libre. Trazada con un diseño de corte minimalista, la última obra de Takahata se basa en un cuento popular japonés del siglo IX (El cortador de bambú) y explora las posibilidades del medio al rescatar el dibujo tradicional nipón. Con fondos dibujados en acuarela y los bordes casi siempre inacabados, el aire pretérito se suma a la fantasía de una niña nacida de un tronco de bambú junto a una bolsa de oro para conformar esa esencia de cuento que la obra requiere.
Con la pequeña destinada a convertirse en princesa comparte protagonismo el trazo. Condensado hasta la esencia, simplificado hasta rozar el esquematismo, el diseño de personajes y el retrato de los espacios cobra vida gracias a una sencillez que impacta por certera, y a esa atmósfera de sutil irrealidad que empapa al relato de cándida emotividad. Un dibujo que en los momentos clave se convierte en auténtico boceto de storyboard para, precisamente en esa línea de condensación conceptual, tatuar en el papel las emociones, heridas y frustraciones de la princesa con un esquematismo de corte impresionista.
Lo excelente de la forma convive con la profundidad de un fondo tejido con un aparente conformismo. Sin aspiraciones trascendentes, el guion transita los lugares comunes del desarrollo de tramas, pero lo hace con una autenticidad arrebatadora que plasma en imágenes un entendimiento absoluto de cada personaje, con especial mención a la infeliz protagonista. Tras una infancia apacible, la pequeña pueblerina Brote De Bambú encuentra el sufrimiento al convertirse en la princesa Kaguya. De espíritu libre y mente infantil, en el sentido más clownesco y positivo del término, esta princesa no está hecha para vivir encerrada en palacio a merced de un hombre. La tensión crece con el paso del tiempo, y su actitud rebelde provoca estragos en su psique y causa disgustos en unos padres que, queriendo lo mejor para su hija, la condenan a la amargura eterna. El dibujo se empapa de la melancolía de Kaguya y conforma un desgarrador relato de bella factura acerca de la imposibilidad de escapar al destino y de la opresión aunque sea bienintencionada, elaborando un intenso alegato acerca de las virtudes de no crecer, entendidas como la no aceptación de roles ajenos a la voluntad propia. Fantasía y tradición confluyen en un trazo auténtico que aspira a la eternidad.