23 de abril de 2024

Críticas: El niño y la bestia

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La aventura que acecha al otro lado.

Sobre la pantalla oscura flotan unas llamas vociferantes que hablan de una edad antigua o quizás más moderna. Descubren un lugar legendario, poblado por bestias luchadoras, o tal vez un sitio más frecuente, sin aquel aroma de leyenda. La secuencia inicial que se alumbra sobre un fondo casi en penumbra, surcado por un fuego fatuo que pregona el mito a los cuatro vientos, mientras otra llama menos intensa le da la replica de cada diálogo. Este carácter pendenciero, festivo y desmitificador marca el tono del sexto largometraje realizado por Mamoru Hosoda. Dirigido a partir de un guión propio que aborda el encuentro de Kyuta y Kukametsu. El primero es un niño que huye traumatizado después de perder a su madre. El segundo es una bestia con apariencia de oso, que invita al huérfano a seguirlo a otro mundo secreto, poblado por seres como él. El arranque del film une la festividad de los fuegos danzantes con un movimiento dinámico de la cámara que los mezcla en una presentación tan divertida como abstracta, capaz de situarnos desde la butaca en una historia fantástica y atemporal. Por contraste, las siguientes secuencias muestran una ciudad contemporánea, nocturna, fría. Un lugar que invita a la fuga, sabia elección que por fortuna toman Kyuta y el resto de responsables del film. Decisión que nos lleva al terreno de la aventura, no en el sentido espectacular o vertiginoso de la acción, sino en la búsqueda de conocimiento y de la evolución, gracias a las vivencias personales.

La fuerza que impulsa El niño y la bestia es la relación entre un maestro y su alumno, el monstruo y el chaval, a la que se pueden sacar parecidos superficiales con mentores ya famosos como Miyagi en Karate kid. Y si este aliciente sirve para llamar la atención de nostálgicos y sus hijos para que acudan al cine, pues bienvenido sea. Aunque el interés reside en tratarse de una pareja que discute, se grita, se persigue, se pelea y con la que ganamos todos. Porque el carácter opuesto, respetuoso y de admiración mutua entre el chico y esa especie de oso proporciona secuencias cómicas y emotivas en numerosas ocasiones, por medio de una sublimación en la necesidad que practicamos hacia las figuras fraternales y los descendientes.

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El estilo de Hosoda abunda en la contemplación, anticlímax, desarrollo de personajes y situaciones sin buscar un crescendo continuo de las grandes escenas o los momentos impactantes. Gracias a esta paciencia expositiva de la narración, consigue un producto entretenido que se mantiene fresco durante más de una hora. Y algo menos en el tercio final de la película, período que se desarrolla con las secuencias más llamativas en  cuanto a luchas, explosiones y numerosos cortes de planos. Una parte final que traiciona un poco el espíritu que impera en el resto de la propuesta, lastrada con la tendencia a la pirotecnia visual y cierto sentimentalismo forzado. Sin embargo la maestría del cineasta es suficiente para entregar planos memorables como aquel de la silueta de una ballena, sumergida bajo el asfalto de la gran ciudad. O la alienación de los jóvenes enemigos, dibujada –literalmente- como un terrorífico agujero negro que los devora.

Pero lo comentado es poco inconveniente para un film casi redondo, sobre todo con muchos aciertos entre los que destacan el tratamiento de los animales como seres humanos, de una forma diferente a la antropomorfización que se asocia a gran parte de la producción animada norteamericana. En este caso las bestias aparecen como verdaderos seres humanos, en contraposición a las personas que deambulan como zombies en la ciudad superpoblada de la que se escapa Kyuta. Un verdadero humanismo que practica la fauna de personajes, habitantes del mundo de las bestias, muy conseguidos por el dibujo gestual, vocal y dinámico de Kukametsu, ese oso vividor, ajeno al compromiso, gruñón y con modos de samurai que recuerdan a los de Toshiro Mifune en sus colaboraciones con Akira Kurosawa. En el otro extremo se encuentra el chico, más inspirado en figuras de ficción animada como Mowgli, protagonista del clásico El libro de la selva producido por Disney. También contribuye la oposición visual entre las dos tierras por las que transitan los protagonistas, enriquecida con el uso de fondos de textura fotográfica y sombría para ambientar la urbe. Frente al matiz colorista, luminoso y pictórico de la ciudad de las bestias, más ubicada entre puestas de sol y amaneceres que la monocorde ciudad de los humanos.

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Hosoda ya consiguió una cima mayor en su anterior obra, titulada Los niños lobo, propiciando un acercamiento a temas serios como pueden ser el amor, la familia, la orfandad, el sacrificio y el aprendizaje, pero tratados con las herramientas lúdicas del cine animado. En esta nueva película no ha llegado al mismo estado de gracia, en parte por una duración excesiva que descompensa el interés. O por la redundancia de información en base a diálogos que recuerdan acontecimientos que ya se han mostrado visualmente. Le hubiera ido mejor confiar en la atención e intelecto del público para no recurrir a esas repeticiones innecesarias.

A pesar de estas quejas, el autor demuestra que es un excelente ilustrador de la humanidad de sus personajes, así como del paso de la niñez a la adolescencia. Que sabe manejar con profesionalidad todos los recursos audiovisuales disponibles para llevar su film hasta el final. Y con genialidad en el caso de secuencias tales como la del pasadizo que sirve para pasar de un mundo al otro. Un cineasta que contribuye a sostener todo ese cine de dibujos animados que resiste fuera de las multinacionales norteamericanas, un satélite de origen japonés y europeo en su mayor parte, poblado por otras peripecias, seres y vidas que no necesitan el respaldo de peluches, cromos ni bebidas promocionales para permanecer en la memoria.

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