La sensibilidad en el trazo.
En la crítica de cine, es habitual plantear qué requisitos hacen buena a una adaptación cinematográfica; cuando se comenta una cinta en particular, el análisis pasa por identificar los síntomas que indican que se trata de una buena o una mala adaptación. Si lo que se adapta es una novela, el material de partida es suficiente para ocupar el planteamiento, nudo y desenlace sobre el que todo guion suele pivotar. En estos casos, lo que se suele valorar, por encima de la esencia del relato, es lo fiel que sea la cinta con respecto a lo que el libro narra; es decir, a la trama. Una situación muy distinta es la de las adaptaciones de cuentos o relatos cortos. Ante la ausencia de trama suficiente para todo el metraje, no queda otra opción que desarrollar los planteamientos del original o inventar nuevos giros para esta narración. En estos casos, analizar la adaptación desde la perspectiva de la trama condena al análisis al fracaso, pues la película nunca será fiel. Ante tal perspectiva, quizás sería cuestión de plantearse si, en toda adaptación, es más interesante el enfoque de la esencia, de aquello que realmente define a la obra, de lo que realmente se quiere contar, en vez de prestarle tanta atención a lo que literalmente se cuenta. Quizás, esta es la única manera justa de juzgar toda obra, y probablemente la más interesante, la más profunda, la que llega a la médula del producto adaptado. Para este crítico, no sólo eso sino la única manera lógica y de analizar un film como El Principito (2015).
La última obra de Mark Osborne (Kung Fu Panda, 2008) es consciente de las limitaciones inherentes a adaptar un cuento infantil, y por ello se le ha dado una vuelta de tuerca al original para que la situación le favorezca al film. De esta manera, el punto de partida cambia, como también lo hacen los protagonistas y la trama. La acción se sitúa en una ciudad, y en ella se cuenta la historia de una niña, protagonista que desplaza al entrañable y pequeño personaje del cuento a un segundo plano. La pequeña, de la que no se sabe su nombre, es un proyecto de ejemplar productividad en el mundo de la eficiencia laboral, esa que contempla la infancia como preparación para el futuro. Con una animación por ordenador, se presenta el proyecto vital de esta niña y la influencia que su madre ejerce sobre la misma, quien, aunque lo haga por el bien de su hija, ha decidido su futuro por ella. Lo que empieza como una historia de autosuperación y encumbramiento del sueño americano tiene clara cuál es su verdadera víctima: ese modo de vida, no exclusivo del país de las barras y las estrellas, que ya lo era en el original. No es, en cambio, una crítica sanguinolenta al sistema capitalista ni a nada en particular; esta historia, la escrita y la animada, es un canto a la vida, a buscar las cosas verdaderamente importantes que la componen, y, ante todo, a disfrutar de ella. Una mirada infantil que no se avergüenza de serlo en plena época de la trascendencia impostada y el cinismo molón.
De esta manera, el guion expande el universo del cuento y establece un diálogo de opuestos. Frente a esta niña bien insertada en el sistema aparece El Principito, un personaje al que la pequeña descubre gracias a su estrambótico vecino, que no es otro que el narrador y protagonista principal del relato original. Será el anciano el que le descubra esta historia, que le irá suministrando con cuentagotas. En un mundo como el contemporáneo, que vive anclado en la cultura del trabajo como realización personal, manejar los conceptos que propone este pequeño príncipe es poco menos que adentrarse en otro mundo, cruzar una puerta hacia otra dimensión que ya nadie se toma en serio. La propia niña rechaza el contacto en un primer momento, pero algo hay en su interior que siempre le ha hecho dudar del camino que ha llevado hasta entonces. Aunque ejemplar, no es perfecta para este sistema. Aunque insertada, todavía hay esperanzas de que salga –todo esto se representa de manera simbólica con la sutileza de una paleta rota–. No es casual que la entrada de esta niña en este universo se realice a través de una brecha –que el anciano había provocado anteriormente y de manera involuntaria– en el muro que separa ambas casas. Cual Alicia hacia su País de las Maravillas, o cual Coraline hacia su País de las Pesadillas, esta niña transita una suerte de pasadizo hacia otra realidad y se sumerge en las posibilidades del nuevo mundo que aparece ante sus ojos, hasta entonces desconocido.
Estas tres –paleta, brecha, pasadizo– no son las únicas ideas visuales que el film nos entrega. El mundo ordenado y cenizo en el que habita la niña contrasta con la burbuja anacrónica de su vecino, un universo colorido, desordenado, divertido, vibrante. Si bien evidente, esta idea es la base para construir posteriores hallazgos más ingeniosos, como ese plano cenital de la urbanización en la que tiene lugar la acción, en el que no sólo se muestra cómo todas las casas son idénticas, igual de impersonales, sino que también se desplaza el foco de esta familia para mostrar las de todo el vecindario, que también resultan idénticas entre sí. Y qué mejor forma de plasmar las intenciones del relato que, mediante los desplazamientos de los coches, de la misma manera mecánica, monótona y coincidente en el tiempo, transformar las rutinas de cada una de estas familias en auténticos engranajes de reloj. El enorme trabajo visual de Mark Osborne permite la transmisión de conceptos a través de imágenes, lo que supone un ejercicio de buen hacer cinematográfico que respeta las ideas del original y las perpetúa a pesar de haber sido transformadas.
Pero, si de ideas visuales se trata, nada más rico y consecuente que el salto de técnica de animación que se produce a lo largo del metraje. La historia de la niña es la principal, pero no la única; en paralelo y en un rol secundario, sí que se llega a narrar la historia del Principito, pero cambia la técnica empleada para plasmarla. La niña está animada por ordenador, pero El Principito lo está en un stop motion –animación, fotograma a fotograma, de objetos reales– de belleza arrebatadora. Siendo esta última una historia de un niño que realmente es un niño, que se comporta como tal, nada más coherente que representar su mundo como un conglomerado de los materiales que este está acostumbrado a usar. Así, pues, la película hace uso de papel y cartón para representar a personajes y escenarios, lo que no sólo amplifica la sensación de cercanía inherente al stop motion, sino que acude a la esencia de lo que cuenta: un universo imaginario e imaginativo, que se aleja de la representación realista que es tan habitual en la animación por ordenador, y lo hace con el objetivo de sólo representar lo esencial, lo que tiene importancia.
Este contraste de puesta en escena es un acierto de forma que condensa todos y cada uno de los elementos de fondo ya presentes en el original y en los que esta cinta profundiza, pues no sólo se trata de un ejercicio de forma carente de contenido. La forma es fondo, y es por ello que otro de los elementos que más destaca en ambos estilos de animación –que el cambio de formato no lo altere es, en sí, otro acierto– es la sensibilidad con que está dado cada trazo, cada gesto, cada detalle. De lo más cómico –ese arrebatador zorro de peluche que acompaña a la niña– a lo más dramático –la vida de la rosa, amiga del Principito–, a todo este proyecto lo recubre una pátina de ternura que no cae en la sensiblería ni en el atraco emocional, a pesar de tener giros dramáticos que apunten a ello y que justificarían tal desvío narrativo. Aunque precaria, la animación en fantástica en ambos formatos –que la carencia de medios no sea confundida con una baja calidad de animación–. Es un temblor de labios de la niña, es su paleta rota, es la mirada dubitativa del Principito, es el baile pendular e improvisado que la niña mantiene con una estrella a la que acaba de liberar. El Principito es pura emoción, es pura ternura, es pura animación. Y, si es todo esto, necesariamente tiene que ser puro cine.