26 de abril de 2024

Críticas: Oleg y las raras artes

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La melodía incómoda.

Oleg y las raras artes se inicia con un plano inicial muy significativo, de esos que exponen a las claras los intereses del film desde el primer fotograma. Se trata de un plano general, que enmarca un pasillo en toda su profundidad y simetría. Al fondo, una puerta, que abre el protagonista para entrar en escena. Está al fondo y debe recorrer todo el pasillo. No hay corte de montaje, la cámara permanece fija, en su sitio. Este personaje es Oleg Karavaichuk, anciano que da título a la cinta, quien recorre sin prisa dicho pasillo, hasta que se aproxima a la cámara y se pone a disertar sobre lo que le pasa por la cabeza. De esta manera, el director de este documental, el español Andrés Duque, marca su referente, y, a través de este, sus intereses en el proyecto. El referente no es otro que el polémico documentalista Ulrich Seidl. A la hora de llevar a cabo esta plasmación de las ideas del austriaco, aparece la capa más superficial, que es la de la imitación del encuadre: planos generales de simetría quirúrgica y frontalidad aséptica, con los que ambos se alejan lo máximo posible de los personajes, para darles espacio y para que se muestren tal y como son, sin mediación de los realizadores. Por otro lado, y en mayor profundidad, aparece el manejo del tono y, lo más relevante en esta cinta, esa capacidad para captar la esencia de personajes estrambóticos, en una mezcla de comicidad y peculiar respeto.

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No estamos ante un trabajo tan radical en ninguno de los aspectos citados, y esto provoca que la cinta no esté a la altura del referente. La frontalidad alterna con pasajes cámara en mano y una fotografía por momentos tenebrosamente impresionista. Por otro lado, el respeto al personaje es mayor, por lo que menores son las ganas de provocar y, con ello, llevar al público a un lugar más lejano, es decir, más interesante. Sin embargo, no se trata de un ejercicio prescindible; más bien al contrario, Oleg y las raras artes conserva buena parte de las enseñanzas de Seidl, gracias a las que construye un relato con identidad propia, que sabe de dónde viene pero también hacia dónde se dirige.

Ante la cámara se sitúa el citado Oleg Karavaichuk, pianista de la época soviética que, a sus 88 años, seguía dando guerra –murió poco después de la producción de este documental, en junio de 2016–. El mayor hallazgo de esta obra reside en la capacidad para captar la personalidad de un auténtico personaje que merecía ser retratado. Excelente músico e irreverente pensador, la cinta intercala sus pasajes de piano con sus reflexiones, que en ocasiones se solapan: forma y fondo, música y discurso, se entrelazan y crean un artefacto potente, como en la sublime última escena, de nada menos que 20 minutos de metraje, en la que el pianista explica con total naturalidad, carente de toda prepotencia, por qué es un genio. Sus reflexiones son tan estrambóticas, tan en el límite entre lo sublime y lo ridículo, que merecen ser recogidas tal y como fueron emitidas: “¿Por qué soy un pianista genial? ¡Porque soy sensible! todo está en la mucosa. Por eso la pornografía lo destruye todo, porque destruye la sensibilidad de la mucosa. En cambio, el pudor es como una consonancia y después disonancia. El pudor es la mucosa.»

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La cámara se sitúa ante un auténtico clown, entendida esta palabra como lo que realmente significa: una persona que expresa lo que piensa y lo que siente sin dejarse condicionar por convenciones sociales. Una persona que no filtra, que transmite lo que pasa por su cabeza sin que le importe caer en el ridículo o la incoherencia. Una persona que se muestra tal y como es, y es esta condición la que la convierte en apasionante. Sus reflexiones desfilan ante el objetivo como una melodía incómoda, metiendo el dedo en la llaga, alejadas de todo discurso socialmente aceptado –como su defensa a ultranza a Stalin, uno de muchos ejemplos–. En un ejercicio de coherencia absoluta, el pianista se ha convertido en el tipo de música que defiende, aquella que busca el sentimiento, la verdad, y no lo que se considera correcto, lo que se enseña en el conservatorio. Oleg es esa melodía incómoda, la disonancia perpetua, la imprevisibilidad, la creación espontánea. Y el mayor mérito de Andrés Duque consiste en haberlo captado con su cámara.

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