15 de octubre de 2024

Críticas: El Plan

La fragilidad masculina.

No hay mayor terapia de choque que un baño de realidad. Ya sea la revelación de un gran secreto alrededor de tu relación sentimental, la sacudida emocional que acaece al reencontrarte con la madre ausente o la evasión de las consecuencias de los propios actos. Tres hombres de mediana edad afrontan una nueva jornada con la incertidumbre de lo que les deparará el presente día y con la convicción de que el mundo ha urdido una conspiración contra ellos. Un audaz y fino (tri)retrato de la fragilidad masculina, de aquellas debilidades del hombre que no definen el estereotipo del macho, pero que son inherentes por mucho que quieran esconderse.

El plan es la adaptación de la obra de teatro homónima de Ignasi Vidal, un pequeño éxito del off madrileño cuatro temporadas atrás. Polo Menárguez, director fogueado en el campo del cortometraje y el documental, ha elegido este texto dramático para encarar su segundo largo de ficción. La película no consigue despojarse de su original en los escenarios y la puesta en escena resulta excesivamente teatral y con nulo sentido de la narración cinematográfica; la cámara parece estar solo al servicio de las declamaciones de los tres actores, sin preocuparse de qué y cómo contarlo. El lenguaje cinematográfico brilla por su ausencia en una propuesta sencilla y plana que fía todo a los vaivenes argumentales y al buen hacer del trío protagonista.

Si bien es cierto que la mayor fortaleza de la cinta es su guion, sobre todo la construcción de los personajes y esa sensación omnipresente de derrumbe emocional en todos ellos, también lo es que el nervio de las tramas juega en líneas distintas y la intensidad no es la misma, resaltando así una irregularidad palpable en todo momento. Una película modesta en todos sus aspectos, también en la duración, apenas hora y veinte, pero que puede llegar a provocar tedio en sus pasajes menos incisivos y conversaciones fútiles que poco aportan al entramado central y al sentido final de la película. Precisamente esto último es lo mejor de El plan: la soterrada mirada ácida hacia la masculinidad tóxica y su condescendencia irónica hacia las carencias en los hombres para mostrar su vulnerabilidad y no perder su sitio en la camaradería de los machos alfa.

Estas tres almas perdidas tienen el rostro de dos grandes espadas del cine español, Antonio de la Torre y Raúl Arévalo, y un eterno secundario que revalida su rol en el teatro, Chema del Barco. De todos ellos, quizás el más destacable es la bestia parda que acostumbra a ser el protagonista de La trinchera infinita con el personaje más jugoso y con más aristas en su posición de líder del grupo y al que más le cuesta sacar a relucir su lado más frágil. Por su lado, Arévalo resulta muy convincente en la piel del más joven del trío, un fumeta descarriado al que el reencuentro con su madre, que lo abandonó de niño, le pilla con la guardia baja y le deja atormentado. Por último, Chema del Barco ofrece una interpretación muy poco natural, demasiado anclada a su labor en el original teatral. Otra irregularidad más en una película que hubiese podido volar más lejos con un director detrás que hubiese tenido mayor proyección fílmica en su mirada y en la puesta en escena. El desenlace, precipitado, tampoco ayuda a desprenderse del factor sorpresa, del giro seco, que suele funcionar muy bien en el directo de los escenarios. En definitiva, El plan merecía un mejor plan detrás de las cámaras; una estimable propuesta lastrada por la poca pericia de su responsable máximo.

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