18 de abril de 2024

Críticas: El otro lado de la esperanza

La otra cara del porvenir.

Un inmigrante emerge de una montaña de carbón en un puerto finlandés. En otra parte de la ciudad, no muy lejos de allí, un hombre mucho más mayor entrega a su mujer su anillo de casado. Ella hunde la alianza en el cenicero, junto a las cenizas y las colillas. Que las acciones definen a las personas mejor que las palabras es algo que gestiona a la perfección el director finlandés Aki Kaurismäki. Tal vez por eso nadie pronuncia ni una sola frase durante el inicio de su última película El otro lado de la esperanza (Toivon tuolla puolen), galardonada en la Berlinale con el Oso de Plata a mejor dirección. Una comedia sobre la inmigración de una frontalidad prácticamente absoluta, despojada de cualquier ironía -ya sea en sus diálogos o en su particular puesta en escena-. Todos los gestos en la película de Kaurismäki están medidos al milímetro: los personajes se desenvuelven a través de cuadros de gran plasticidad como si fueran autómatas. Y es que el automatismo de las interpretaciones en la película de Kaurismäki se desarrolla en consonancia con la idea de unas figuras humanas que son poco más que cuerpos: empujados, desplazados y movidos por unas fuerzas superiores (léase, las del Estado, o las del propio continente europeo), que son las responsables de decidir su destino. Como si todo el conflicto migratorio se redujera desde la burocracia a una cuestión de reubicación de cuerpos.

El control total de la puesta en escena y la frontalidad tanto formal como verbal de El otro lado de la esperanza, lejos de restar realismo a la propuesta del finlandés, hacen surgir de ella una verdad que se manifiesta como mucho más nítida y sincera. No hay dobles interpretaciones ni significados ocultos en El otro lado de la esperanza: lejos de la ambigüedad narrativa, todo es visible y directo. Y de esta franqueza chocante es desde donde surge gran parte de la comedia del filme. Desprovisto de cualquier gravedad dramática, el artificio de Kaurismäki encierra en su interior el conflicto ético sobre la cuestión migratoria de la Europa contemporánea.

En ese doble gesto de desenterrar y enterrar, con el que se abre El otro lado de la esperanza, también se encuentra el indicio de dos nuevos comienzos, los de sus dos personajes protagonistas: Khaled (Sherwan Haji), el joven inmigrante sirio que huye de su país buscando refugio en Finlandia, y Wikström (Sakari Kuosmanen), el hombre que abandona su matrimonio para emprender una nueva vida como propietario de un restaurante. Ambos caminos, el de Khaled y el de Wikström, destinados a converger y a poner de manifiesto ese otro lado de la esperanza invocado en el título de la película. Pues esa cara oculta, ese reverso de la esperanza, no es otra cosa que la expectativa truncada de un porvenir idílico: el desengaño de la tierra prometida que, desde el primer momento, se descubre como un territorio hostil.

El otro lado de la esperanza hace alusión a un contraplano de la ciudad, heredero del cine de Ozu, que separa al deseante de su objeto de deseo, al mismo tiempo que los vincula por medio del montaje: la esperanza, por lo tanto, no es algo inaccesible para el joven sirio, sino algo que se dispone en un otro lado al que hay que llegar.

Así, en su juego de “el otro lado”, el discurso de Kaurismäki aborda ambas caras de la migración: no solo la de la expectativa incumplida, sino también la de las bondades del ser humano. Después de todo, como muestra la imagen recurrente de las manos en los números musicales: las manos del joven sirio no están tan lejos de las de los guitarristas finlandeses.

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