14 de diciembre de 2024

MUCES 2017: Crónica 2

Propuestas interesantes y otras totalmente olvidables en MUCES.

Continuamos nuestra cobertura del MUCES 2017 hablando de una serie de títulos pertenecientes a diversas secciones del festival, desde Sección Oficial, a la que acudimos por partida doble, hasta Premios LUX 2017 o Una de las nuestras.

El cine griego de los últimos tiempos viene mostrando una clara tendencia hacia la representación de cierto pesimismo en sus historias, lo que generalmente combina con una cada vez más evidente propensión a lo enfermizo. Se puede afirmar que los cineastas tratan de justificar lo malsano de sus películas, su inasumible (e inadmisible) inmoralidad, con el pensamiento de que el mundo es un estercolero que precipita a sus individuos al vacío. No obstante, el problema del asunto no es la visión en sí misma, ni siquiera lo que terminan haciendo con ella, sino la imposibilidad de reflejar el proceso completo de deshumanización, quedándose, por lo general, con lo más superficial de todo: la morbosidad y truculencia implícitas en las acciones de sus personajes.

Sobra decir que Afterlov, pese a pequeñas diferencias superficiales, no distancia demasiado a su director de la mayor parte de sus contemporáneos. El primer largometraje de Stergios Paschos narra, en primer lugar, el plan ingeniado por Nikos —que se encuentra cuidando de la mansión de un amigo y de su perro— para interrogar a su ex novia sobre su ruptura; y, en segundo lugar, la ejecución del mismo, que consiste en mantenerla encerrada bajo llave en la mansión hasta que ofrezca las respuestas que está buscando. Por supuesto, el problema no es el secuestro en sí sino la mirada del director, tan estúpida, infantil y tóxica como el proceder de su protagonista, al que únicamente se atreve a mostrar como alguien despreciable y trastornado en contraposición a determinadas actitudes —supuestamente igual de reprobables— de su par femenino. La distancia irónica con respecto a lo narrado da pie a que el tono se mantenga siempre dentro de los límites de la comedia, otorgándole a la película un aire distendido que, además de banalizar cuestiones tan graves como un rapto o continuos comportamientos machistas, potencia roles estereotipados y socava toda intencionalidad dramática y didáctica. Donde más se distancia de sus coetáneos es en el estilo, tan pobre y errático como el resto de la propuesta: la cinta, que cuenta con un uso del fuera de foco arbitrario y con la sobreiluminación característica de un buen número de producciones independientes con protagonistas jóvenes, desaprovecha el formato panorámico al encuadrar —insistentemente y con un nulo sentido de la puesta en escena— a sus personajes a través de paredes, muros y ventanas para representar el distanciamiento entre ellos. Al final, la obra trata de justificarse a sí misma con un juego de espejos que genera una posible ficción dentro de la ficción; pero un detalle asqueroso en uno de los planos precedentes al de cierre entierra cualquier voto de confianza depositado.

El Cairo confidencial

La sueca El Cairo confidencial cuenta prácticamente con todos los elementos característicos del cine policíaco, y no se puede decir que el manejo de los mismos y su forma de desarrollarlos se aleje lo más mínimo de las expectativas del ávido consumidor de dicho género. ¿Dónde reside, por tanto, el interés de la cinta? La respuesta es fácil: Tarik Saleh, cineasta sueco de ascendencia egipcia, comprende a la perfección los códigos más universales del thriller criminal y político de diferentes nacionalidades, lo que da como resultado una película convencional, previsible y sin unas formas realmente interesantes o que al menos sirvan para generar algún tipo de estímulo adicional en el análisis global; pero, al mismo tiempo, esa mezcla propone una serie de soluciones estéticas que trabajan en favor del distanciamiento respecto a los hechos narrados. El tratamiento visual del film esconde la implicación del cineasta con la historia y le da un toque ciertamente universal, combinando a la perfección un entramado situado en un contexto muy concreto con una mirada nórdica, fría y aseada. Saleh carga duramente contra el régimen de Mubarak y contra la corrupción de las instituciones, pero no se olvida del papel que tienen los individuos dentro de un sistema cada vez más podrido. Bajo esta premisa, el director se propone construir un personaje interesante, y comienza el metraje mostrando su día a día mediante pequeñas y apropiadas elipsis. Después, cuando el protagonista ha sido presentado y la investigación del caso entra en terreno pantanoso, todo se estabiliza y el estilo de filmación se empieza a definir: a partir de ese momento queda claro que a Saleh solo le preocupan los momentos narrativamente relevantes, que el resto de secuencias, escenas y planos son un mero trámite para llegar a ellos.

Sami blood

También una película sueca fue la encargada de dar la sorpresa en la reciente edición de los Premios LUX. Sami Blood, ópera prima de Amanda Kernell, se impuso hace tan solo diez días a las otras dos finalistas, que se repartían casi todas las papeletas para hacerse con el galardón establecido por el Parlamento Europeo: Western y 120 pulsaciones por minuto. El principal mérito de la película, que se debate continuamente entre un naturalista carácter observacional y un didactismo tan verosímil como innecesario, es el respeto con el que aborda la decisión tomada por su protagonista, una joven lapona, y el mostrado hacia la comunidad sami en su totalidad, que a día de hoy sigue sufriendo los prejuicios racistas de una sociedad sueca que no los considera personas civilizadas —ni merecedoras de llegar a serlo, como se muestra en una de las primeras escenas la película en la que un grupo de mujeres se refiere a ellos despectivamente como «los pastores de renos»—. A pesar de su molesta obsesión por recalcar de forma explícita el mal trato recibido por los samis a manos del pueblo sueco, Kernell filma prácticamente todo con una clara vocación narrativa. Lo más destacable de la irregular y reveladora Sami Blood es la estimulante y emocionalmente sincera estructura del relato, conectando a través de una larguísimo flashback su riguroso inicio con su emotivo desenlace, en los que demuestra una fuerza visual y una sensibilidad que constituyen una competente carta de presentación.

Cortar (Las 1001 novias)

El cine de Fernando Merinero es inclasificable. No en el sentido habitual de no poder clasificar a las películas por géneros, ni en el de ser incapaces de abarcarlas por su complejidad, sino de una forma mucho más primaria. ¿Por qué, a día de hoy, se siguen viendo producciones de Fernando Merinero? ¿Le gustarán a alguien? Si nos remontamos al pasado mes de marzo, los cines Renoir Princesa preestrenaron una de sus anteriores películas, Capturar, en un pase con la presencia del director y en el que él mismo afirmó que la mayoría de asistentes eran colegas y conocidos suyos. Pese a ello, en el coloquio mantuvo una pequeña discusión con una joven que lo acusó de machista —basándose, por supuesto, en la obra que acababa de visionar, un falso documental en el que el cineasta hacía de sí mismo—, y las reacciones del público —en especial el femenino— daban a entender su posicionamiento del lado de la mujer. Cortar, la película encuadrada en la sección Una de las nuestas, supone la conclusión de la trilogía Las 1001 novias, cuyo eje medular es la manipulación cinematográfica y vital del propio Merinero, que miente a sus actrices —a veces también ex novias— y al espectador creando un juego de espejos tan sugestivo como, especialmente en esta tercera parte, cargante. Se trata, en definitiva, de dejar atrás la moral para seducir a todas las partes con las que trabaja en la ficción; una ficción que, además, se asemeja demasiado a observar la realidad de alguien que pretende engatusar(nos) a través de posibles y fraudulentas ficciones. En cualquier caso, el entretenimiento verborreico de la primera parte del tríptico, de este selfie cinematográfico, queda limitado en esta ocasión por la dimensión que le es otorgada al montaje, tan interesante sobre el papel como errático y extenuante en la práctica. Parafraseando a su autor, nos encontramos ante «una película (no tan) viva de Fernando Merinero».

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