El cineasta y su fragilidad.
El cine de Arnaud Desplechin se podría considerar como un infinito salto al vacío. Los fantasmas de Ismael, su última película, es una obra interesantísima dentro de su imperfección, y guarda una estrecha relación en una de sus (sub)tramas con la primera rememoración de su anterior trabajo, Tres recuerdos de mi juventud. La conexión no se limita al nombre de Iván Dedalus —hermano de los protagonistas de ambos filmes—, pues en las dos historias se narran mediante un estilo visual idéntico hechos muy similares y temáticamente relacionados, cuya creciente inverosimilitud tiene mucho que ver con la crisis que atraviesa el director de la ficción dentro de la ficción, un Amalric que repite como alter ego del autor de Esther Kahn. La película que está dirigiendo Ismael y que nos es proyectada directamente en ocasiones está basada en la supuesta vida de su hermano, que quizá no sea más que, de nuevo, una mezcla entre las vivencias de Desplechin y sus sueños no cumplidos, lo que le hubiera gustado hacer en otro tiempo. En este sentido, los primeros minutos de narración se corresponden con un fragmento de dicho filme, y no somos conscientes de ello hasta que a través de un corte vemos a Amalric sentado en el escritorio repetir las palabras que acaba de decir su hermano Iván —un Louis Garrel reconvertido en espía y en diplomático al mismo tiempo—, como si estuviera visionando la creación en su propia mente.
Una vez que tomamos consciencia de la naturaleza de la ficción, la primera secuencia de la línea narrativa principal nos presenta en profundidad a Ismael a través de otros personajes, de forma que apreciemos y sintamos sus miedos, los fantasmas que dan nombre a la película. A partir de la urgente llamada de su suegro, que acaba de sufrir una terrible pesadilla, se expone de forma cristalina el detonante de una crisis —unas veces sentimental, otras artística— que se prolongó en el tiempo a lo largo de prácticamente dos décadas, y que no cesaría hasta la aparición de Sylvia (Charlotte Gainsbourg), su pareja desde hace dos años y la causa de su equilibrio psicológico pre-diégesis. Pero el encuentro con su suegro —padre de su ex mujer, que lleva más de veinte años desaparecida y fue dada por muerta hace tiempo— resulta tener un carácter premonitorio que muy pronto comprenderemos. Tras la inesperada reunión, que saca a la luz el rencor de ambos caracteres sin renunciar al posterior acercamiento emocional —fruto del inexorable lazo de la amistad—, Ismael se refugia en Sylvia y el punto de vista se rompe para que sea ella misma quien (nos) resuma la vida inmediata del protagonista, el preámbulo de la historia.
Si hay algo que hace de Los fantasmas de Ismael una película tan especial, única en su imperfección, es una creatividad desbordante que le permite transitar con habilidad por multitud de géneros y resistir los infinitos cambios de tono. Aunque sus personajes a menudo buscan encontrar el origen y la solución de sus problemas, a Desplechin no le preocupa hacer un estudio psicológico ni emitir ningún discurso al respecto sino mostrar el vaivén emocional en primera persona, la experiencia de la crisis —esta vez en estrecha relación con el arte de crear— como un proceso de obligado cumplimiento y de improbable comprensión. Y no hay mejor manera de reparar en lo inextricable de la existencia que ser partícipe del proceso en toda su extensión, lo que se facilita por una labor de montaje cuya liquidez nos permite asumir sucesos con visos de pesadilla como reales. De este modo, la irregular propuesta vira de la absoluta cotidianidad a lo pesadillesco en una secuencia absolutamente brillante. El regreso de entre los muertos de Carlotta (Marion Cotillard) es filmado de forma que primero remite a Rebeca y luego a Vértigo —el homenaje era ya explícito con el nombre de la «muerta»—. Lo más sorprendente es lo bien que consigue adecuar el cineasta todos los elementos al camino que toma la narración: mediante un notable cambio en la música extradiegética y su uso y una mayor duración de los planos resignifica la función de los silencios; a través de los primeros planos —los primeros de toda la película— y de una mayor incidencia en la puesta en escena de espejos y ventanas con los cristales mugrientos se acerca al caos interior de su protagonista y al desconcierto de su compañera; y, en último lugar, la aparición de aberrantes contrapicados se encarga de acentuar la extrañeza y la tensión ambiental que se apoderan de la cinta.
Desde ese momento, en el que Hitchcock se apodera momentáneamente del filme de un autor cuyos estilemas no podrían diferir más de los que caracterizaron su cine un siglo antes, la forma se contagia del fondo y todo tiende a precipitarse. Ismael, convertido ahora en uno de sus fantasmas, se siente incapaz de poner en orden su vida personal y de finalizar la película que está realizando —cuyo desarrollo a partir de aquí estará altamente influenciado por su situación vital—, pese a las presiones de su amigo y productor ejecutivo (Hippolyte Girardot). Por otra parte, menos obvias son las similitudes de Los fantasmas de Ismael con La mamá y la puta, con la que está muy cerca de conectar a través del triángulo amoroso formado por Amalric, Cotillard y Gainsbourg, al que se asemeja por lo que el protagonista busca o quiere de cada una de las mujeres, por lo que siente hacia ellas —o lo que cree que pueden aportarle— en el momento presente. La diferenciación de roles se hace patente con lo que tiene que ofrecer cada una en la narración, cuyos cambios de guía se corresponden con la (des)estabilización del cineasta, y terminan profundizando en el personaje interpretado por Gainsbourg, realmente complejo y matizado a pesar de la función maternal que tiene que cumplir como parte de un proceso.
Fácilmente interpretable como una continuación inmediata y paralela —si las historias pasadas de Paul e Iván Dedalus podrían ocurrir simultáneamente en el tiempo, la mujer aquí revivida podría ser un trasunto de la añorada Esther— de Tres recuerdos de mi juventud, aunque en esta ocasión Desplechin vaya un paso más allá en cuanto a la mezcolanza de géneros y a la cantidad de lecturas en clave autobiográfica y subtextos que incluye en sus inabarcables capas, Los fantasmas de Ismael contiene aproximadamente cinco películas distintas. La clave de su éxito, del genio mostrado, reside en la confianza con la que conecta todas ellas, apelando siempre a la fragilidad de los recuerdos y los vacíos que quedan entre unos y otros, a la necesidad de rellenar las ausencias de alguna manera para ser capaz de salir adelante. Todo esto lo aplica además en un trabajo formal que brilla por su autoconsciencia, que da vida y magia a un libreto muy probablemente deslavazado, convertido en otra cosa, en una verdaderamente única y especial, en el montaje.