23 de abril de 2024

Americana Film Fest 2018: Crónica 3

Cine de género en el Americana.

Las pantallas de los cines Girona recibían este pasado sábado una nueva jornada del Americana que dirigió su mirada, entre otras salas, a un cine de género cuya voz está cada vez más presente en el cine independiente americano, y que el certamen ha sabido captar a través de títulos que no dejaron indiferente en 2017: ahí está esa mirada al 2.0 que supone Ingrid Goes West —con visos de comedia, también se sumerge en un horror matizado—, el regreso al universo Lovecraftiano por parte de Aaron Moorhead y Justin Benson con The Endless, y la nueva aportación del siempre sugestivo Aaron Katz con un thriller de tintes policiales que expande su perspectiva a temas mucho más interesantes.

Así, la jornada arrancaba con la esperadísima Ingrid Goes West, debut de Matt Spicer que junto a Aubrey Plaza y Elizabeth Olsen lograba centrar la atención de no pocos espectadores. En ella, y si bien la óptica del aquí debutante entronca con una vis humorística presente a lo largo de todo el metraje —gracias, en especial, a una fabulosa Aubrey Plaza que está desbocada y se encuentra frente a uno de esos terrenos que maneja a la perfección—, nos encontramos ante un ejercicio de género soterrado que se nos descubre ya desde su estampa inaugural: en ella, un primerísimo primer plano centra la atención sobre la mirada descompuesta del personaje protagonista, una Ingrid que, acto seguido, baja del coche y decide tomarse una justicia bastante particular por su propia mano. Ese sencillo plano, certifica que no únicamente nos encontramos ante una cierta crítica a las redes sociales y todo lo que se desentraña a través de su uso, sino también ante un retrato de la alienación más pura y absoluta sufrida por uno de sus usuarios, la fuera de sí Ingrid.

Spicer pone de este modo su mirada sobre ese ser el foco de atención, correspondido en ese universo 2.0 a través de hashtags y likes, que lleva a la protagonista a establecer una especie de manía persecutoria con el simple objetivo de suscitar una pura imitación que le permita mimetizarse con el ambiente y acaparar miradas; ya no sólo de su principal víctima, Taylor Sloane, también de todo aquel que le sea posible. Es ese el motivo por el cual, cuando empiezan a entrar elementos ajenos en la ecuación —el hermano de Sloane, otra influencer mayor que ella llamada Harley Chung—, Ingrid se siente fuera de su elemento y todo el acomodo que había logrado gracias a la relación con Sloane, se derrumba como un castillo de naipes que deriva en una obsesión total que posee también algo de abstracción, y que cimienta en ese carácter una de esas visiones tan ácidas como turbadoras en torno a un mundo en el que la realidad se funde con la realidad; o, en otras palabras, es lo mismo fingir una realidad, que gritar la propia a los cuatro vientos: al fin y al cabo, el resultado puede ser el mismo, algo a lo que Spicer apunta en un corolario que supone el perfecto colofón de esta Ingrid Goes West.

The Endless

De otro festival como Sitges llegaba The Endless, tercer largometraje de dos cineastas a reivindicar como Aaron Moorhead y Justin Benson que se sumergen, como apuntaba, nuevamente en ese ideario tan cercano a Lovecraft que ya habían desarrollado en sus dos anteriores trabajos: una Resolution que guarda un curioso y divertido paralelismo con esta The Endless que nos ocupa, y Spring. Siguiendo, pues, caminos paralelos, esta tercera ficción se antoja no obstante mucho más personal que sus otras obras; no parece casual, en ese sentido, que sean los propios cineastas —con sus limitaciones, claro está—, los encargados de encarnar a los protagonistas del film, resaltando además un carácter ciertamente íntimo que se fragua ya desde los primeros instantes.

The Endless se nos presenta como uno de esos títulos que se cuecen a fuego lento, desarrollando conflictos internos en líneas paralelas que poseen mucho sentido y dotan de una dimensionalidad a sus personajes del todo necesaria para terminar comprendiendo hacia donde se quiere dirigir la cinta. Esa naturaleza, no es óbice para dejar de lado el ejercicio de género entablado, que gana tanto peso como el marcado trasfondo de la propuesta: en él, Benson y Moorhead desarrollan a través del regreso a una extraña secta a la que habían pertenecido en el pasado, pero de la cual Justin, el hermano mayor, decidió apartarles —otra nota consonante con lo personal del proyecto está en que ambos den nombre a los protagonistas con los suyos propios—, un ejercicio de fantástico digno de elogio, que recoge influencias y las propulsa en la consecución de un universo rico en matices, cuyas carencias en lo visual —debido, claramente, a una mayor falta de presupuesto a la hora de desarrollar el proyecto— se ven paliadas con creces por la esencia de una propuesta que a buen seguro no dejará indiferente.

Gemini

Por último, nos encontrábamos con Gemini, lo nuevo de un Aaron Katz que también parece establecer nextos con el pasado —concretamente, con su Cold Weather, que guarda similitudes que no parecen casuales con este nuevo trabajo—, y lo hace para sumergirnos en un thriller policial de claras reminiscencias ochenteras —el color, la exquisita banda sonora, el uso de los espacios, incluso esa metamorfosis que sufre su protagonista casi sometiéndose al influjo de la femme fatale…— que no permite que apartemos la mirada de la pantalla ni un minuto. Y es que la pericia de Katz para trasladar toda esa referencialidad a su film, y conferirle por otro lado una entidad, es tal que Gemini deviene algo más que una condecoración de ese pasado, logrando establecer una esencia que la transforma en una rara avis. Asiendo una narración de parámetros clásicos —esa implicación inicial en el crimen, la posterior búsqueda indagando en la ya habitual lista de sospechosos partícipes en el asunto, e incluso el juego del ratón y el gato establecido con la policía— a la que el de Portland le saca todo el jugo posible, Gemini va dejando un extraño poso que incluso termina por establecer las vías necesarias para que el espectador sea partícipe en ese juego del falso culpable que propone el film.

No obstante, aquello que se antojaba un ejercicio de género de realidades muy distintas a las retratadas, termina derivando en la consecución de una farsa que sirve como eje para para volver precisamente sobre sus pasos y dar pie a una conclusión en la que esa doble existencia que acontece en los aledaños de Hollywood —un paraje en el que Katz se recrea constantemente, retratando un lugar de tintes cuasi ilusorios, alejado de lo tangible de toda ciudad o barrio aparentemente normales— obtiene un reflejo que dota en última instancia a Gemini de una personalidad tan única como sugerente, logrando que esa dimensión tan puramente ligada al cineasta vuelva a traspasar la pantalla para dejarnos ante un ejercicio único.

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