Última crónica del Americana 2018.
El pasado domingo el Americana cerraba sus puertas tras una edición que ha deparado cine para todos los gustos donde no se ha impuesto barrera genérica alguna. Buena muestra de ello fue esa misma jornada, donde nos encontrábamos con un cartel que, además de repetir títulos que de los que hemos hablado anteriormente como Gemini o Beach Rats, ofreció cierta variedad en las propuestas a las que pudimos acudir. Así, desde títulos como esa menuda y particular incursión en la adolescencia llamada Weirdos, el musical suscitado por Saturday Church, el tejido dramático de la fabulosa The Rider o el ejercicio de nostalgia propuesto por Brigsby Bear, Americana volvía a demostrar que hay muchos lugares donde acudir dentro del cine independiente.
Weirdos, que supone el nuevo largometraje de un Bruce McDonald que ya captó nuestra atención años atrás con la pieza de género Pontypool, y que más tarde dejaría la infravalorada Hellions, además de tocar todos los palos de la baraja con títulos como la comedia negra The Husband o The Tracey Fragments, volvía con una inmersión a pleno pulmón en esa etapa que nos puede llevar de un lugar a otro como si nada, la adolescencia, que es precisamente lo que suscita su último trabajo. McDonald nos sumerge a través de ella en el periplo de Kit y su novia Alice, quienes ante una despedida anticipada, viajarán a la ciudad canadiense de Sidney para vivir unos últimos momentos juntos. A través de esa premisa, Weirdos va explorando una relación que terminará derivando en viaje de autodescubrimiento y enlaza inteligentemente las figuras paterna y materna como precursoras de una indecisión muy propia de esa edad, aquí acrecentada por una separación que llevará a abrir como si de una herida se tratase esas dudas que sostiene el personaje de Kirk. Rodada en un elegante blanco y negro que emana cierto aire de nostalgia, de etapa pasada y perdida que no obstante sostiene una trascendencia mucho mayor de lo que se deduce de ese reflejo, Weirdos demuestra tener tanto una determinación como un sentido del humor —impagable esa aparición en forma de tótem juvenil que va dialogando con el protagonista— que la convierten en uno de esos ejercicios frescos como simpáticos sin desperdicio alguno.
Damon Cardasis debuta con una Saturday Church que busca, nuevamente, dar visibilidad a esos relatos LGBT ante los que continuar mediando una exploración que permita apoyar pero, sobre todo, dar voz a todas esas personas —adolescentes, como en el caso del film que nos ocupa, o no— que intentan moverse en un entorno constreñido por una realidad muy distinta. Algo así sucede con Ulysses, un joven de 14 años que vive entre el bullying padecido en el colegio y la figura represora de una tía que deberá hacerse cargo tanto de él como de su hermano ante el fallecimiento de la figura paterna y la consecuente desatención de una madre que requerirá más horas de trabajo para poder mantener a su familia. Ante tal panorama, el protagonista encontrará cobijo ante la mirada de otro tipo de marginalidad, la sostenida por un grupo de prostitutas que lo acogerá en su seno. El principal problema de Saturday Church lo esgrime un tono indeciso que tiende a los extremos, y tan pronto es capaz de endulzar el drama creando un halo de lo más empalagoso, como de retozar en un halo de miseria buscando fomentar una conexión con Ulysses a través de lo lastimoso —algo que indican desde ciertos detalles hasta la relación con su hermano, por momentos de lo más surrealista— que, sin embargo, no sólo no llega a funcionar en ningún momento, además logra embadurnar al conjunto de una sensación de continuo artificio, de voluntad absolutamente forzada, que ni siquiera terminan por salvar unas intenciones, si bien generosas, en ningún caso suficientes como para justificar el despropósito fraguado por Cardasis.
The Rider es el segundo largometraje de Chloé Zhao tras una Songs My Brothers Taught Me que pasó por festivales de la altura de Sundance y Cannes, y que con este nuevo film afianza una posición que la ha llevado a ser considerada como una de las miradas femeninas más a tener en cuenta del panorama cinematográfico. Y también, añado, una de las miradas a contemplar acerca de esa otra América que pocos cineastas han logrado retratar como lo hace Zhao en esta The Rider. Lo que más sorprende al terminar el visionado de The Rider, es ver como todos sus personajes no son tal, sino que constituyen una parte de ese entramado —el de los jinetes de rodeo— que la cineasta busca reflejar. Se pueden encontrar, pues, incluso videos en Youtube acerca de Lane Scott, paralizado en una silla de ruedas por el devenir de lo acontecido seguramente en algún rodeo. No sorprende tanto por esa fijación especial que parece tener Zhao con un universo al que se acerca con una sensibilidad muy especial, ni siquiera porque en The Rider lleguen a converger partes que parecen extraídas del ámbito más documental —con la diferencia de que Zhao filma de un modo más depurado, más “cinematográfico” acompañada por un trabajo de fotografía notable—, sino por como se logra captar esa autenticidad sin necesidad alguna de realizar un acercamiento que no incurra en la ficción, porque The Rider lo hace, y sale airosa gracias a un libreto medido y muy bien ejecutado. La actuación, además, de un Brady Landreau que no ofrece la sensación de no haberse puesto nunca ante una cámara (de cine, se entiende) y que hace de tripas corazón para trasladar a la pantalla unas motivaciones e inquietudes que elevan un peldaño más el ejercicio desarrollado por Zhao, llevan a The Rider a un plano en el que el drama se sustenta más como una parte del periplo vivido por todos esos individuos, que como parte de un libreto con unas intenciones marcadas, invisibilizando así una labor, por otro lado, encomiable en el retrato aportado. A través esa comparativa que ejerce Brady (Blackburn, en el film) entre un caballo al que han desposeído de su función y un jinete que ya no puede montar, The Rider se siente tan veraz que si uno no es capaz de acercarse a ella, no será porque Chloé Zhao no haya puesto todo de su parte.
Brigsby Bear llegaba al festival como una de las revelaciones del pasado Festival de Sitges. Dirigida por el debutante Dave McCary y protagonizada por el cómico Kyle Mooney, se nos entrega uno de esos trabajos en los que la nostalgia, como comentaba, es parte esencial del mismo, y donde todo aquello que concierna a una mirada sentimental al pasado tiene mucho que ver con lo propuesto. Brigsby Bear juega desde esa perspectiva con el elemento del personaje descontextualizado, y a su misma vez intenta desarrollar un vínculo con el espectador a través de todo eso que dejamos atrás y a lo que alguna vez siempre hemos querido volver, pero que además el protagonista del film logra tras insistir por activa y por pasiva en la reconstrucción de un pasado que para él se antoja esencial. Si la premisa ya de por sí luce, cabría decir que a la película construida por McCary le faltan un ingenio e imaginación que la terminan apartando de un resultado más óptimo, acercándola sin embargo a una constante sensación de déjà vu que termina por adormecer unas intenciones que ni siquiera funcionan a través de su sentido del humor, más pendiente de esa citada descontextualización en torno al personaje central y de los cimientos de un universo particular, que de intentar explotar otros aspectos más suculentos como bien podrían ser las relaciones del personaje con el exterior o el frikismo de un mundo que nunca llega a sentirse todo lo delirante que parece creerse.