13 de noviembre de 2024

Festival de San Sebastián 2018: El reino

¡Todos somos corruptos!

Hay ocasiones en que sí, de repente, durante el desenlace la película se te desmorona. En El Reino, sin explicar qué acontece concretamente (evitando los spoilers) sucede que en su final juega con el espectador, le escupe en formato folleto propagandístico todo su mensaje masticado. Aquel que durante dos horas ha intentado desarrollar en un thriller visualmente arrollador y trepidante, porque sí, el nuevo trabajo de Rodrigo Sorogoyen es sólido y estimable, pero no es ni mucho menos la gran película sobre la corrupción política de este país que parecía presagiarse desde la concepción del proyecto. La escena final, en un plató televisivo entre Antonio de la Torre (político corrupto) y Bárbara Lennie (periodista, ¿alguien dijo Ana Pastor?), es uno de los peores clímax que un servidor recuerda. Es un desenlace que apela al público de forma directísima -ha arrancado aplausos- pero cinematográficamente es tan aleccionador que su director queda devorado por su propia ambición.

El reino es la película mainstream sobre el sistema político podrido español y se centra en Manuel, un vicesecretario autonómico de una formación política sin nombre (los casos afectan indistintamente a PP y PSOE), que decidido a no caer en solitario, pretende hacer saltar por los aires la cúpula de su partido. La cinta es la crónica de su descenso a los infiernos y su intento por resurgir de sus propias cenizas, sus compañeros lo empujan, pero la tumba se la ha ido cavando él solo. Sorogoyen, con su habitual coguionista Isabel Peña, radiografía la corrupción desde lo hortera (así se autodefinen literalmente), como una burda panda de barrio de timadores y vividores. Probablemente, la clase política corrupta no se diferencie de la galería de secundarios de este filme. Este es uno de los múltiples aciertos de El reino, como también lo es la puesta en escena: la creación de una (desasosegante) atmósfera es muy meritoria, con una notable envolvente banda sonora, pese a su excesivo uso narrativo.

En Que Dios nos perdone, el anterior trabajo del joven director, el guion también era el punto más débil del conjunto; por ejemplo, su enfoque en los roles femeninos era deleznable. Aquí el tándem Sorogoyen-Peña erra en un mar de obviedades, constantes subrayados de su crítica político-social y en una media hora final que deambula por el pantanoso terreno de la inverosimilitud. Hubiese sido de recibo mayor profundidad en todos los tentáculos que constituye el tema central y, en cambio, menos desatinados dardos nada sutiles como esa -risible- secuencia en que ambos parecen decir al espectador: «tú también eres corrupto, porque si te dieran mal el cambio en un bar, no lo dirías y te lo quedarías». Evidencias que deterioran el empaque global que, en el ámbito de la dirección, es francamente portentoso ofreciendo algunas escenas muy lúcidas como la larga secuencia en un balcón con Antonio de la Torre y Luis Zahera, el robaescenas de la función y firme candidato al Goya al mejor actor de reparto.

A estas alturas, alabar una actuación de Antonio de la Torre resulta hasta cansino, pero su creación de este político en horas bajas es uno de sus mejores trabajos hasta la fecha. Quizás sería hora de entregarle un segundo Goya, sería muy merecido, aunque todos sus compañeros podrían ser merecedores del cabezón: el inefable Josep Maria Pou, la bravísima Ana Wagener (Cospedal meets Susana Díaz), la ferviente Bárbara Lennie o una Mónica López que aprovecha todas sus apariciones. Un reparto sin mácula, que es sin lugar a dudas la mayor fortaleza del filme. Ellos logran apuntalar el filme incluso en sus mayores baches, desde el viaje a Andorra, e intentan hacer creíble todo cuanto sucede.

El reino era la oportunidad de construir una gran película sobre una de las mayores lacras de España: la corrupción política. La cinta cumple a medias con su cometido: acierta, respaldada por un soberbio reparto, en su planteamiento y ejecución formal, pero fracasa estrepitosamente en su voluntad por crear consciencia y opinión en el espectador y en un tramo demasiado inverosímil y artificial.

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