Vida y amor a dos tiempos.
Una pareja aparece en pantalla, en éxtasis de felicidad, paseando por un parque neoyorquino. Suena una melodía. La música de Nueva Orleans, el jazz que resuena allí donde uno lo desee o lo necesite. Allí donde uno pueda evadirse de la cruda realidad y soñar con una vida alejada de los límites socioeconómicos. Y raciales, por supuesto, porque El blues de Beale Street sitúa en el centro de la trama las dificultades y desigualdades de la comunidad afroamericana en su día a día frente a la injusticias. Sin discursos de brocha gorda ni maniqueísmos, sino denuncia social como pieza fundamental de una de las historias de amor más conmovedoras de los últimos años.
Partiendo de una novela de James Baldwin, cronista en el notabilísimo documental I Am Not Your Negro, Barry Jenkins narra el nostálgico y amargo romance entre Tish y Fonny, dos jóvenes de Harlem condenados a ser víctimas de los prejuicios raciales y un sistema judicial pernicioso con los afroamericanos. Él es acusado de una agresión sexual que no ha cometido y ella, embarazada, luchará con todas sus fuerzas (y la ayuda de su familia) para probar su inocencia. Su historia está narrada a dos tiempos: el pasado idílico, de ensueño, bañando en la felicidad del amor, y el presente funesto y frustrante. El amor y la promesa del sueño americano puestos a prueba.
Barry Jenkins se enfrentaba, tras la magnífica recepción crítica con Moonlight y sus sendos Oscar, a la presión del siguiente trabajo. Con El blues de Beale Street se consolida como uno de los cineastas más interesantes y audaces del cine norteamericano contemporáneo. Su mirada humanista, cómo filma los cuerpos, cómo conjuga la imagen, los colores y la música; y su búsqueda de yuxtaponer el discurso social (esencialmente el debate sobre los agravios de la comunidad afroamericana) al drama más íntimo y emotivo son sus mejores señas de autoría. Su destreza favorece a que lo íntimo tenga la misma fuerza sin el componente social y lo social nunca motiva el desfallecimiento de lo íntimo. Al contrario, uno engrandece al otro y viceversa, gracias, en buena medida, a que Jenkins opta por neutralizar cualquier atisbo de discurso aleccionador y las dos vertientes confluyen en un relato sólido.
No obstante, el director sí termina embardurnándose de un mensaje hiperbólico, con tendencia al subrayado, en el tercio final mientras enarbola una especie de alegato antiracista en formato de analogía con el drama romántico de Tish y Fonny y las injusticias históricas de la minoría. Es un pero minúsculo, fácilmente olvidable ante un desenlace tan perfecto. Es duro y triste, también alegre y esperanzador; el más consecuente con todo lo expuesto a lo largo de todos esos flashbacks y lucha judicial. El amor, romántico, fraternal y paternal, como motor de vida, como volante para conducir la vida lo mejor posible. Desde la sonrisa y la lágrima. Los dos tiempos narrativos pautan esta dualidad, entre la nostalgia del tiempo pasado y lo incierto de un futuro aciago.
En esta misma línea, la banda sonora de Nicholas Britell (nominado al Oscar y el mejor de los cinco candidatos) vive en los flashbacks con luz propia, con una infinidad de temas que trasladan los sonidos de Nueva Orleans al Nueva York más vívido; en cambio, las secuencias del presente destacan por un -casi- nulo uso de la música. Una decisión narrativa estupenda que además ayuda a realzar la obra maestra musical de Britell. Una BSO soberbia. En el plano interpretativo, Regina King (en el papel de la madre de ella) es la que ha copado más titulares y ofrece una interpretación notabilísima, pero en un elenco sin mácula, pocos elogios están recogiendo sus dos protagonistas, Kiki Layne y Stephan James, que dotan a sus personajes de una ternura y naturalidad altamente remarcables. Ambos son capaces de expresar mucho en primeros planos.
Una de las mejores películas de la temporada que se ha tenido que conformar con tres nominaciones a los Oscar (guion adaptado, actriz de reparto y música original) que suenan a premio de consolación. Es un tópico, pero no importa, la obra de Barry Jenkins trasciende de la carrera de premios y será recordada dentro de muchos años, al contrario que otras de las contendientes con un buen puñado de candidaturas. El blues de Beale Street posee tanto lirismo en sus imágenes como rabia contra todo un sistema judicial pervertido por los prejuicios raciales. Una historia de amor amarga, pero nunca deliberadamente triste y siempre desde una extrema delicadeza. Marca de la casa en Jenkins. Si en Moonlight todo giraba alrededor de la búsqueda del yo interior (la identidad de un chico de extrarradio en tres etapas de la vida), en El blues de Beale Street reescribe el romance juvenil para hablar de toda la comunidad afroamericana. La identidad de toda una minoría.