Mucha estética, poco sentimiento.
Entre la radicalidad y la pretenciosidad, Leto alberga sus hallazgos, pero también sus propios traspiés. La nueva película de Kirill Serebrennikov es una celebración de la contracultura a todos los niveles, tanto por la historia narrada y los personajes que la impulsan como por la esteticista puesta en escena y su extrema propuesta formal. Su inclusión en la Sección Oficial del pasado Festival de Cannes fue toda una sorpresa al imponerse a nombres consagrados de la cita francesa. Una decisión arriesgada que, si bien no demostró ser una digna ganadora de la Palma de Oro, sí es poseedora de suficientes motivos para no desentonar entre los grandes títulos del año.
Los últimos años de la U.R.S.S. son el escenario perfecto para cimentar una crítica social sobre el desprecio y la censura artística de los gobernantes opresores. Es decir, Leto podría suponer el homenaje a los artistas olvidados por su propio país y la coyuntura histórica de su advenimiento. Concretamente, en la Leningrado de los años 80, tres músicos (Viktor, Mike y Natacha) emergen como los estandartes del rock ruso y forjarán una leyenda, prácticamente desconocida aquí en Occidente. Sirva pues la película de entrada para dar a conocer un conjunto de grupos musicales (y auténticos temazos) a las nuevas generaciones y rescatar de la indiferencia a unos revolucionarios del arte musical en la agonizante Rusia soviética.
Serebrennikov se mueve a contracorriente, como sus propios protagonistas en la industria musical, y propone un contrato con el espectador que aboga por el libertinaje en su puesta en escena; especialmente brillante resultan sus fugas oníricas, sus elaborados y divertidísimos números musicales y los gags rompiendo la cuarta pared. No obstante, toda esta algarabía y lío de faldas en el trío protagonista peca en demasía de una excesiva pretenciosidad que, en su acercamiento íntimo a los personajes resulta vacuo y poco efectivo. En primera instancia debiera ser la columna vertebral de la película y el foco narrativo más interesante, pero la trama central siempre se antoja desacompasada. El relato global, la contextualización del tiempo histórico y la excelencia en las secuencias musicales atesoran mucho más brío por parte del cineasta ruso y no terminan de casar orgánicamente con el desarrollo de las tramas de los tres protagonistas.
Leto empieza con una primera secuencia muy prometedora, en la playa, en el inicio de ese verano tan catártico para todos ellos. Un retazo en la vida de ese grupo de personas tan outsiders, pero sujetos al convencionalismo moral. A partir de ahí, todas las escenas se suceden como piezas inconexas, fruto de una anarquía, en blanco y negro, que funciona como marco mental de sus protagonistas, pero cuya mínima cohesión narrativa termina por ser un hándicap más que un éxito. Esta apuesta por parte del cineasta ruso se advierte como la causa principal de que su calado emocional deje absolutamente frío y los conflictos y sentimientos entre Viktor, Mike y Natacha resulten anodinos. La efervescencia y tono disentido del filme precisaba de una mayor introspección a menor escala con sus personajes, pero ninguno de sus vericuetos logra dejar poso.
En última instancia, Leto es una celebración del arte sin corsés, de la libertad creativa en su máxima expresión y un canto a la vida sin ataduras de ningún tipo. Su propio mensaje -y técnica- termina engullendo el resultado final, pero su radical propuesta ofrece más instantes de belleza y excelencia que no desatinos. No obstante, la película de Kirill Serebrennikov es tan irregular como el recorrido musical de sus protagonistas en la industria discográfica.