14 de diciembre de 2024

Festival de Sevilla 2019: Crónica 5

Jornada decepcionante en Sevilla.

Pocas películas de tan rabiosa actualidad como Dios existe, su nombre es Petrunya se van a ver en esta edición del festival. El quinto largometraje de Teona Strugar Mitevska se sitúa en un pequeño pueblo de Macedonia, donde una mujer de 32 años “interrumpe” una tradición local en la que un sacerdote lanza una cruz al agua que un grupo de hombres ha de buscar. El afortunado que la encuentre tendrá un año de buena suerte, pero es la joven protagonista, Petrunya, quien llega por casualidad al lugar del evento y acaba tirándose al agua para coger la cruz. Esta circunstancia pondrá a la joven en del punto de mira de la policía, de los miembros de la Iglesia y de los fanáticos que esa mañana compitieron por hacerse con la cruz, todos ellos defensores de las normas no escritas de la religión, que impide que una mujer se haga con el premio. El dibujo de los innumerables villanos de la película está realizado con brocha gorda y por momentos de forma bastante ridícula, pero a pesar de ello la cineasta macedonia logra calar con un discurso feminista que arremete prácticamente contra todos los poderes dirigidos por el patriarcado ―el policial, el judicial, el eclesiástico― y contra la hipocresía de la sociedad de su país, lo que podríamos extrapolar fácilmente a la de cualquier otro lugar. Las formas dejan mucho que desear, pero se salva del desastre con un extraño desparpajo.

Little Joe

Jessica Hausner construye su Little Joe a partir de múltiples elementos de verdadero interés, en una propuesta que se acerca al fantástico de un modo que remite al primer Cronenberg y a La invasión de los ladrones de cuerpos. Alice es una madre soltera que trabaja como científica en el campo de la botánica y se encuentra en pleno desarrollo de una planta cuyo aroma contagiará a sus consumidores de algo parecido a la felicidad. Sin embargo, la planta, al igual que el ser humano, su manipulador genético, tendrá inesperadas propiedades y capacidad para poseer a las personas y garantizar así su propia supervivencia. Al atractivo argumento se le añade una puesta en escena fría y una límpida estética, con resultados fascinantes en su vertiente más superficial, pero realmente pobre en cuanto se aprecia una dinámica repetitiva y con un alcance muy reducido. El significado de las imágenes se revela insignificante cuando la música y el sonido tienen que dirigir cada plano y cada escena hasta su conclusión, como una buscada ambigüedad que no tiene sentido en una narración que explica a sí misma con tan poca gracia como el peor cine de género; y su discurso en torno a la anulación del individuo y a la pérdida de los sentimientos en nuestra sociedad, especialmente en un entorno donde los vínculos humanos son sustituidos por otros a priori secundarios ―es el caso de los profesionales―, se ve lastrado por una decepcionante conclusión y por recordarnos continuamente que Yorgos Lanthimos existe.

Psykosia

Cuesta comprender la pertinencia de una sección como Revoluciones Permanentes en el marco de este festival. Recordemos que fue en la pasada edición cuando se presentó como reemplazo de Resistencias, en una supuesta mejora de la muestra, que pasaba de reunir las voces más arriesgadas del cine español a crear un espacio compartido entre éstas y otras equivalentes del resto de Europa. Sin embargo, la carta de presentación no pudo haber sido peor, pues la selección de películas se percibió como una recopilación de los descartes de Nuevas Olas ―y no precisamente por mostrar un elevado riesgo artístico―. Psykosia representa a las mil maravillas lo que fue la primera edición de Revoluciones Permanentes, y esperamos que solo sea un borrón dentro de la sección, aunque de momento la historia se está repitiendo. Marie Grahtø ha dado vida ―o lo ha intentado― a una película que en todo momento se siente impostada, deudora de cada uno de sus planos, giros y subtextos, en la que sobrevuela más que ninguna otra la figura de Ingmar Bergman. Pero el pastiche es demasiado barato: las imágenes valen poco o nada por sí mismas y la narración hace aguas en todos sus frentes, sobre todo en un tercio final donde se confunde inequívocamente lo ridículo con lo sublime. Psykosia se niega a sí misma ―a lo poco que no se había hundido del todo― con un giro digno del peor Oriol Paulo.

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