26 de abril de 2024

FICX 2019: Crónica 1

Comenzamos las crónicas del FICX.

Muy lejos del entusiasmo generado por la Sección Oficial de la pasada edición del Festival de Gijón, donde prácticamente la mitad de los títulos que la integraron rondaban el notable, conviene celebrar ahora la coherencia de una muestra probablemente mermada por los aciertos del reciente Festival de Cine Europeo de Sevilla ―bastante más poderoso de lo habitual―, pero pese a ello conformada por un buen número de películas interesantes. Aunque la presencia ―y los premios― de Vitalina Varela, la última obra de Pedro Costa, también galardonada en Locarno con el Leopardo de Oro y el premio a mejor actriz ―en el FICX ha repetido como mejor película y ha cambiado el premio de su protagonista por el de mejor fotografía―, es capaz por sí sola de elevar cualquier programación, pues parece indudable que nos encontramos ante un hito en la cinematografía del presente siglo. Además, en tiempos donde parece que los jurados de festivales tienden a desmarcarse de lo lógico, de lo justo, convirtiendo los palmareses en arbitrarias recopilaciones de filmes predestinados a un olvido inminente, el certamen asturiano está demostrando conocer a la perfección y valorar el esfuerzo y los resultados de los mayores talentos del cine contemporáneo, otorgando el premio más importante de sus tres últimas ediciones ―coincidiendo con la llegada a la dirección de Alejandro Diaz Castaño― a Eugéne Green, Hong Sang-soo y Pedro Costa. Junto con Locarno ―y pese a encontrarse muy por debajo en términos de relevancia a nivel internacional―, Gijón es el único festival que ahora mismo está aportando su granito de arena para llevar a cabo el que debería ser el objetivo primordial de cualquier escaparate cinematográfico: reconocer y dignificar el trabajo y la lucidez de los cineastas que más lo merecen.

Incidiendo en la Sección Oficial de la 57ª edición del FICX y más concretamente en su palmarés, nuestra cobertura va a dar comienzo con dos olvidos importantes, aunque menores si dejamos en primer plano la doble recompensa a Vitalina Varela. El primero de ellos es A White, White Day, el segundo largometraje de Hylnur Palmason, un conmovedor, sumamente especial y enormemente físico drama sobre un jefe de policía que recientemente perdió a su esposa en un accidente automovilístico. Las dos primeras escenas de la película sirven como precisa y compleja declaración de intenciones. En la secuencia inicial, una suerte de prólogo, presenciamos el mencionado accidente a través de unas videocámaras de vigilancia situadas en diferentes puntos de la sinuosa carretera secundaria que rodea el pueblo islandés en el cual se desarrolla la acción, y que no dejarán de aparecer en el resto del metraje ―¿acaso con un significado premonitorio?―. Justo después, tras la inserción del título del filme en pantalla, múltiples tomas fijas rodadas en diferentes estaciones muestran la transformación de una nave industrial en un acogedor hogar por parte del protagonista ―probablemente retirado temporalmente de su labor profesional a causa del fallecimiento de su esposa―, tarea a la que dedica la mayor parte de su tiempo, al menos si obviamos que continuamente se hace cargo de su nieta, uno de los personajes más interesantes y mejor filmados en mucho tiempo.

A white, white day

A White, White Day no es sino una particular obra sobre el duelo, que se va dinamitando conforme el protagonista, Ingimundur, comienza a encontrar pruebas de que mujer le fue infiel con un vecino antes de pasar a mejor vida. La película es así de especial por distanciarse por completo de cualquier referente ―la truculencia de Winter Brothers la emparentaba con cierto cine no demasiado interesante, basado en la prevalencia de imágenes epatantes y difícilmente justificables―, por armarse de personalidad tanto en el tratamiento de la materia cinematográfica, en ese acercamiento a los seres humanos y a sus rostros, así como a un paisaje tan hostil como las derivas de la narración; pero también por hacer un extraño y meritorio uso de algunos recursos formales, de naturaleza prácticamente conceptual, para remarcar las diferentes fases que atraviesa Ingimundur y dirigir con un sentido del ritmo nunca antes visto lo que podríamos definir con una oda al celuloide. Es admirable la confianza que deposita Palmason en sus imágenes, en su método de rodaje y en la construcción formal de cada una de las secuencias, verdaderos motores narrativos de un relato donde lo palpable de su violencia cobra un papel secundario en beneficio de la humanidad, del amor más puro y sincero, como demuestran el emotivo plano final y aquel en el que la niña observa desolada la situación de su abuelo. Aunque ninguna de las acciones llevadas a cabo por el protagonista está justificada, el cineasta lo acompaña con un compromiso férreo y se ocupa de tratar a sus personajes como verdaderos seres humanos, sin emitir juicios en ningún momento, lo que se convierte en un acierto que además va en consonancia con la belleza y la fisicidad de las imágenes, de las más reveladoras que nos deja la gran pantalla en este ejercicio cinematográfico.

Tampoco podemos olvidarnos de Santiago, Italia, un documental de Nanni Moretti que tampoco encontró su sitio en el palmarés, aunque en este caso era algo más complicado hacerle un hueco. En un momento histórico donde reinan el buenismo y la hipocresía, el italiano ocupa el lugar que dejó Radu Jude el pasado año con la lúcida y valiente I Do Not Care If We Go Down in History as Barbarians y arremete sin ningún miramiento contra la dictadura chilena y también, aunque de forma más velada y elegante, contra el presente de una Italia que tiempo atrás recibió con los brazos abiertos a multitud de activistas chilenos. Asumiendo de forma casi irrisoria su parcialidad en el asunto, Moretti utiliza las formas más convencionales y clásicas del documental ―algo de material de archivo y mucho de entrevistas a exiliados e incluso a militares represores― para trazar en poco más de una hora un riquísimo recorrido tanto histórico como emocional donde los verdaderos protagonistas son las víctimas del régimen de Pinochet, o, lo que es lo mismo, los simpatizantes de Salvador Allende.

Santiago, Italia

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