6 de noviembre de 2024

Críticas: La tragedia de Macbeth

Shakespeare en tiempos de pandemia.

Nadando absolutamente a contracorriente, en una época en la que cada vez es más difícil atraer al público a las salas de cine, para algunos tremendistas el principio del fin del cine tal y como lo hemos conocido siempre, la productora y distribuidora estadounidense A24 nos ha regalado las que posiblemente sean las películas más creativas y arriesgadas de los últimos diez años. Algunos de los directores jóvenes más prometedores del momento (David Lowery, Ari Aster, Robert Eggers…) han firmado sus mejores trabajos bajo su auspicio. Todos estos productos tienen un interesante rasgo común: una marca de agua especialmente acentuada, una libertad absoluta para crear nuevos moldes, afines a las sensibilidades actuales.

No es de extrañar, pues, que Joel Coen, un director que siempre se ha cuidado de contar historias muy personales, y de contarlas a su manera, haya acabado colaborando con A24. Como tampoco es de extrañar que, debido a la propia naturaleza de estas producciones, y al convulso momento que vivimos por la pandemia (amén de otras cuestiones casi burocráticas relacionadas con la carrera de premios), su distribución en cines haya sido escasísima y se haya optado por el modelo híbrido en plataforma digital (Apple TV+, en este caso), como ya ocurriera también durante 2021 con la magnífica El caballero verde. Una pena como espectador, pero un movimiento empresarial comprensible. Es lo que hay. Y no les está saliendo mal la jugada.

Si lo de A24 es nadar a contracorriente, lo de Joel Coen dirigiendo la enésima adaptación cinematográfica de Shakespeare en La tragedia de Macbeth es un salto con doble tirabuzón. Recurrir a las viejas historias no siempre está funcionando, como atestigua el tremendo fracaso en taquilla de la última película de Steven Spielberg. Al menos, de cara al gran público. El tiempo dirá si el respetable le da o no la espalda a La tragedia de Macbeth, pero desde aquí podemos adelantar que se trata de un absoluto éxito en lo artístico.

Aunque el filme recoge algunos de los elementos formales de recientes adaptaciones de corte arty posmoderno como la Macbeth de Justin Kurzel, sobre todo en lo que tiene que ver con el minimalismo visual, La tragedia de Macbeth enraíza especialmente con la cinta clásica de Orson Welles. Lo hace no solo desde la fotografía y el formato de la imagen, sino también con el uso expresionista que hace de ellos para resaltar determinados aspectos de la historia.

Y es que, como en aquella primeriza adaptación, Joel Coen indaga en las miserias humanas acompañado del texto del genio que mejor lo ha hecho en la historia, resaltando las zonas oscuras del relato. El estilo decididamente teatral que despliega la película sirve a Coen para crear un aire de artificialidad incómodo que favorece la representación de elementos sobrenaturales, aquí sí más en línea con la sensibilidad moderna de películas como El faro (Robert Eggers, 2019), también de A24, con la que comparte fotografía en blanco y negro y formato de pantalla. Un formato de pantalla empleado, como en aquella cinta, para atenazar y constreñir a los personajes.

En contraste, una puesta en escena que suele dar excesivo aire a los personajes, que crea un ambiente en el que el entorno también se torna amenazante. Los escenarios, que beben claramente de la tramoya teatral y del cartón piedra, tienen sin embargo una clara intención expresionista, llegando incluso a la deformación estética de películas como El gabinete del doctor Caligari, si bien su apuesta por reducir al mínimo los elementos en pantalla a menudo recuerdan más a la aséptica pero desasosegante potencia visual de Dreyer en Vampyr, la bruja vampiro.

Por otro lado, el guion de La tragedia de Macbeth, adaptado por el propio Joel Coen, se apega a la literalidad del texto con decisión, en línea con la teatralidad de la puesta en escena, pero introduce los suficientes elementos de novedad como para no caer en la irrelevancia. Así, nos encontramos reformulaciones fascinantes como la de las tres brujas, que en su primera intervención aparecen representadas a través del reflejo de una de ellas en un charco de agua, interpretadas grotescamente (para bien) como las tres partes de un todo por la actriz Kathryn Hunter. O fabulosas elipsis puramente cinematográficas, como aquella en que, a través del montaje, se ponen en relación de continuidad las gotas de sangre del caído rey Duncan, con el goteo de la palangana en la que Macbeth acaba de lavarse sus manos manchadas por el reciente crimen, para finalmente caer al piso inferior, cuando a la mañana siguiente el martilleo que acompaña a las gotas despierta al portero, transformado en insistentes llamadas a la puerta del castillo. Toda una filigrana que demuestra el dominio del medio por parte del director.

Otro de estos elementos novedosos de la cinta se halla en el casting. Parece obvio pensar que es una decisión premeditada el mezclar actores de diferentes razas en la película, en detrimento de la precisión historicista. El relato no se resiente para nada de ello, y es de aplaudir la naturalidad con la que Coen introduce la diversidad en el reparto sin que ello perturbe de modo alguno el fondo de la historia o la credibilidad del espectador hacia lo que ve (salvo que, claro, uno sea un fundamentalista obtuso que prefiera quedarse con lo que es casi anecdótico antes que con las muchas bondades de la película, que de todo habrá). Lo que más salta a la vista en este sentido es, por supuesto, la elección de Denzel Washington para representar a Macbeth. Y nuevamente la película sale victoriosa, con una interpretación protagónica que está ya en la cima de las mejores del estadounidense. La potente y profunda voz de Washington es una delicia para los oídos cuando recita los monólogos shakespearianos, pero su gesticulación corporal, al margen de algunos tics marca de la casa, otorgan al personaje de Macbeth múltiples capas que van desde la dignidad hasta el patetismo. A la par, una fabulosa Lady Macbeth interpretada por Frances McDormand, que se aleja de la representación juvenil de otras adaptaciones.

La música de Carter Burwell también cumple su misión a la perfección, reforzando los claroscuros del relato a través de una composición tremendista en la que sobresale la sección grave de las cuerdas. En ocasiones, el diseño sonoro es empleado narrativamente en fusión con la música (de nuevo tendríamos que traer a colación la excelente El faro), como en la ya citada escena de las gotas de sangre, que recuerda de alguna manera a El corazón delator de Poe, y que se pone en relación con las funestas campanas que oímos junto al penoso despertar de Lady Macbeth, instantes antes del asedio al castillo.

Por último, la representación de lo sobrenatural posee algo del aire pesadillesco de la adaptación de Welles y un cierto halo de irrealidad que bebe de la de Kurosawa en Trono de sangre. Sin embargo, La tragedia de Macbeth apuntala el minimalismo de su puesta en escena reduciendo la fantasmagoría y subrayando el elemento psicológico, poniendo el foco de atención en los personajes. Esta apuesta puede llegar a redundar en una experiencia algo menos rica que la de aquellas películas en determinados pasajes, en los que su tono teatral puede llegar a ahogar el avance de la cinta, pero le permite a Coen utilizar la escenografía para narrar la historia de manera más creativa, utilizando el menor número de elementos: frente al bosque que avanzaba fantasmal, ingrávido y amenazante, en Trono de sangre, Coen elige mostrar claramente a hombres portando ramas con hojas, para luego dirigir un asalto al castillo sin mostrarlo en ningún momento, siendo patente este en el instante en que la sala del trono de Macbeth se llena de hojas, lloviendo de manera imposible. Destellos de calidad en una película plagada de detalles.

En un año, el 2021, especialmente bueno en lo cinematográfico (tras el atasco mundial que supuso el año anterior), La tragedia de Macbeth, estrenada ahora en España, viene a confirmar el buen estado del cine alternativo estadounidense. Recuperando antiguos moldes y fusionándolos con los nuevos, Joel Coen, en la primera película sin su hermano Ethan, se desmarca con un ejercicio de estilo del que no solo sale bien parado, sino que desde ya pasa al olimpo de las mejores adaptaciones del célebre dramaturgo inglés. Todos los elementos funcionan como un reloj, dispuestos con inteligencia como solo alguien con la dilatada experiencia del de Mineápolis sabría hacer. De ella disfrutarán no solo los amantes del texto original, sino también aquellos que gustan del nuevo cine de terror que la productora A24 lleva unos años asentando en el podio de las mejores producciones recientes del género.

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