Abriendo el sótano de la historia.
Un cementerio oculto bajo luces artificiales, eslóganes llamativos, cantos ebrios al dinero, promesas escritas con tinta envenenada y una bandera convertida en símbolo de desigualdad e injusticia, eso es lo que filma Scorsese en Los asesinos de la luna, adaptación del libro homónimo de David Grann que se estrenó, fuera de competición, en la pasada edición del Festival de Cannes.
A principios de los años veinte del siglo pasado, el pueblo nativo de los Osage encuentra petróleo en sus tierras, adquiriendo, como consecuencia, una riqueza de proporciones mayúsculas. Ernst Burkhart (Leonardo DiCaprio), un personaje de inteligencia limitada y conocimientos escasos, regresa a Estados Unidos después de haber sido cocinero del ejército durante la I Guerra Mundial y acude al pueblo de los Osage en busca de su tío, William Hale (Robert De Niro) —cacique de la zona cuya simpatía con los nativos no es más que una máscara que utiliza para ocultar, por puro interés, su racismo y sus oscuras intenciones—, para que le ayude a conseguir trabajo. Así, Ernst, después de trabajar como chófer durante un tiempo, se casa con Mollie (Lily Gladstone), una Osage heredera de un gran patrimonio, y empieza a colaborar de forma activa en la conspiración genocida orquestada por su tío para eliminar a los nativos y quedarse con su fortuna.
El punto de vista lo es todo a la hora de contar una historia. Si no, que se lo digan a Estados Unidos, que ha empleado el cine prácticamente desde su nacimiento como medio propagandístico para convertir su versión de la Historia en el relato oficial exportado al extranjero, para blanquear el capitalismo y silenciar a sus víctimas y para vender su famoso American way of life como un ejemplo de sociedad perfecta y equilibrada en la que cada individuo puede ascender socialmente a base de esfuerzo y trabajo duro. No es casual, por tanto, que gran parte del cine clásico de Hollywood tenga unas bases tan reaccionarias y hagan una lectura de la realidad tan esquizoide que asustan. En Centauros del desierto, por poner un ejemplo, el protagonista, al que da vida John Wayne, es un fornido y heroico soldado que emprende una odisea épica para salvar a su sobrina, que ha sido secuestrada por los malvados comanches. En las batallas de indios contra vaqueros con las que tanto fantasean los niños, los personajes crueles, salvajes y sanguinarios siempre son los primeros, mientras que los segundos son nobles, justos y rectos. El séptimo arte tiene gran parte de la culpa de que la asociación de roles se desajuste tanto con la realidad.
En un primer momento, la idea de Scorsese era narrar el genocidio de los Osage con el agente del FBI que investigó los asesinatos como protagonista, personaje que, por cierto, iba a interpretar Leonardo DiCaprio. Durante el proceso de producción, el cineasta neoyorquino decidió reescribir el guion, cambiarle el punto de vista y contar la historia poniendo el foco en los nativos para devolverles la voz que se les arrebató, para recuperar del fondo del olvido sus cuerpos salvajemente asesinados, para señalar al poder, con nombres y apellidos, como responsable de una —no es la única— de las limpiezas étnicas sobre la que se construyó Estados Unidos. En Los asesinos de la luna, por tanto, el director de Uno de los nuestros se propone llevarle la contraria a toda la industria yanqui mostrando la sangre que se oculta bajo las estrellas doradas del país de las oportunidades. La idea es, sencillamente, abrir el sótano de la Historia, iluminarlo y poder estudiarlo en profundidad para construir un futuro que no esté viciado por los delitos del pasado. La pantalla se convierte así en un lienzo realista en el que se retrata con el máximo nivel de detalle posible el genocidio perpetrado por una codiciosa y ya de por sí rica élite que es la fiel representación del pensamiento y el comportamiento capitalista.
La puesta en escena es la más sobria y clásica de la filmografía de Scorsese: no hay aquí rastro de su ritmo frenético, de sus movimientos de cámara veloces y enloquecidos, de sus montajes eléctricos, de sus canciones de rock cañeras ni de sus explosiones de violencia viscerales. La intención es fusionar en todo momento la mirada de los Osage con la del espectador y dejar que el peso de los acontecimientos le aplaste, que los asesinatos muerdan sus pupilas y los llantos acampen en su memoria para que, a partir de ahora, cuando vuelva a pensar en las historias de indios y vaqueros, los segundos no sean, bajo ningún concepto, los buenos de la película.