27 de abril de 2024

Críticas: Perfect days

El sol de lo cotidiano.

Wim Wenders regresa al largometraje de ficción tras haber rodado en la década pasada un puñado de obras, cuando menos, intrascendentes, y lo hace con una de las sorpresas de la temporada: Perfect Days. Cuando un cineasta de 78 años estrena una nueva película, el espectador que acude a verla a una sala de cine no espera que vaya a suponer un giro radical en su trayectoria; que vaya a abrir las puertas a nuevos tipos de expresiones estética; o que sus imágenes no vayan a estar empapadas de ese sudor crepuscular que suele caracterizar a este tipo de obras, que las baña con los colores anaranjados de la tristeza y la melancolía. De ahí, que la nueva cinta de uno de los máximos exponentes del nuevo cine alemán se estampe contra la mirada con toda la fuerza de su parsimonia, rompiendo, en el proceso, todos los prejuicios o expectativas que hubiese en su interior.

La película retrata con mucha precisión el día a día de Hirayama (Koji Yakusho), un sexagenario que trabaja como limpiador de los baños públicos de Tokio, que va de un lado a otro de la ciudad en su vieja furgoneta escuchando cintas de casete de Lou Reed, The Animals y Van Morrison, que come siempre en el mismo parque y fotografía rutinariamente un árbol en concreto, que acude con puntualidad a unos baños termales y se compra un libro en su librería de confianza, que disfruta, en fin, del placer de los pequeños detalles, de esos momentos en apariencia insignificantes, de aquello que las nuevas generaciones desconocen: lo analógico.


Perfect days funciona como un haiku repetido hasta el infinito que condensa en sus versos el olor del silencio, el tacto de los segundos vacíos y la tranquilidad de la soledad escogida. Wenders se desprende de todo el andamiaje barroco que caracteriza a sus mejores obras —París, Texas, El cielo sobre Berlín, El amigo americano— para construir una cinta cuyos principales pilares son la observación pausada de una realidad cotidiana y la quietud muda que caracteriza eso que este sistema ultraveloz, por capitalista, tiene a bien llamar tiempos muertos. Si los gurús del guion recomiendan en sus manuales entrar en la escena tarde y salir pronto, omitir todas aquellas secuencias que no hagan avanzar la trama y evitar los momentos de transición —el recorrido del protagonista desde su casa al trabajo, por ejemplo—, el director decide llevarles la contraria de forma taxativa escribiendo una cinta en la que no hay más acción que la de la rutina, que carece de puntos de giro y cuyo protagonista no tiene ningún tipo de arco de transformación porque, como dice Moretti en su más reciente película, ”en la vida real nadie cambia”.

La idea es reducir los elementos narrativos al mínimo esencial para poder retratar con total veracidad el placer de los pequeños gestos, de todos esos momentos en los que en apariencia no pasa nada. Así, Wenders filma, por un lado, una oda al placer de estar vivo; y, por otro, un manifiesto contra un sistema inhumano que convierte las ciudades en jaulas de cristal en las que las personas corren de un lado a otro desesperadas por seguir produciendo para evitar que la rueda se detenga. La película invita al espectador a disfrutar de lo aburrido; a detenerse durante unos minutos en cualquier sitio para prestar atención a esos pequeños detalles que pueblan su vida y que albergan, bajo su superficial capa de banalidad, ingentes tapices de belleza; a liderar una revolución de gestos amables y sonrisas transparentes que ayuden a limar asperezas y egoísmos.
El director reniega de gran parte de los recursos formales que le caracterizan para diseñar una puesta en escena sencilla, sin afectaciones ni manierismos, a través de la cual extraer los granos de lirismo que se encuentran en el espacio filmado, evitando en todo momento sobrecargar la imagen o forzar la colación de la cámara o la dirección de la luz. El resultado es una obra humilde y humana que emociona gracias a su sencillez y su cercanía y que le recuerda al espectador que, como dice la canción, cada nuevo amanecer es una nueva vida.

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