
Lo erótico y el poder
No acostumbro a juzgar las películas por aquello sobre lo que no van, pero Babygirl presenta a un grupo de jóvenes empleados en prácticas encantados de creer que forman parte de un mundo repleto de sofisticado lujo, y eso me irrita. Que no se vean impotentes, como en España pueden serlo, a 350 euros al mes por entre 40 o 50 horas a las semanas (extras no pagadas), y que además se nutra del límpido, saneado e irreprochable capitalismo feroz estadounidense me frunce el ceño.
El tema de Babygirl no es el mercado, sino el sexo; el sexo duro, de hecho. En su primer plano, Romy (Nicole Kidman) finge un orgasmo sobre su marido, Jacob (Antonio Banderas), y corre a otra habitación para masturbarse viendo porno de sumisión. Le pone que la dominen, lo que resulta irónico cuando descubrimos que ella es una alta ejecutiva acostumbrada a dar órdenes. Entre los felices aspirantes a becario se encuentra un joven (Harris Dickinson) dispuesto a hacer realidad sus fantasías. Y hasta ahí llegamos.
Un perro negro cruza la pantalla como metáfora del oscuro mundo en el que Romy se introduce: el del deseo proscrito. Emerge una fuerza irrefrenable que corta el aire de las habitaciones de hotel donde Kidman se reúne con Harris Dickinson. A partir de ahí, las contradicciones de la protagonista se dirigen hacia su interior y parecen ignorar a las personas que la rodean.

La infidelidad y el consentimiento son asuntos que no parecen interesarle tanto a su directora, Halina Reijn. Samuel traspasa los límites personales de Romy pero se enfada cuando ella osa hacer lo mismo. No queda claro si el juego se termina una vez abandonada la habitación del hotel o si a lo que ocurre fuera podemos llamarlo acoso. Pero parece que da igual, y eso simplifica los conflictos de la historia.
En cuanto a la mentira y a la posibilidad de romper el núcleo familiar y destruir los sentimientos de Antonio Banderas, la hija mayor de Romy lo solventa en dos frases. Se acerca luciendo un estupendo mullet para absolver a su infiel progenitora, porque la experiencia que le otorgan sus escarceos poliamorosos se lo permite. Interpretada por Esther McGregor (recientemente vista en La habitación de al lado), no parece tan afectada al perdonar a su madre como cuando le recrimina al personaje interpretado por Nicole Kidman todos sus retoques estéticos. Casi nada.
Dejando de lado sus inexplorados conflictos, lo que queda de Babygirl es un retrato de la aceptación personal con estupendas escenas eróticas: la más ardiente transcurre en un bar con un vaso de leche como elemento central y la más interesante la encontramos en el primer encuentro sexual, en el que la torpeza con la que sus protagonistas afrontan su juego de roles roza el ridículo de una manera a la que no estamos acostumbrados en escenas sexuales. Tiene su valor.

Reijn, tras su paso por el terror cómico de la Generación Z en Bodies Bodies Bodies, maneja el relato con simetría e inquietantes zooms que, junto con la atmósfera sonora de Cristobal Tapia de Veer, contemporánea, sexy e inquietante, y la entregada interpretación de Kidman, componen una cinta sugerente, aunque más autoindulgente que provocadora.
Para ser una película que trata sobre tabús en torno al sexo duro, Babygirl es bastante blandita. Y a este respecto es curioso que lo que caiga como una losa sea el discreto personaje de Sophie Wilde, la entregada e ignorada becaria de Romy. Es a través de ella que se revela cómo tenemos más problemas con el empleo que con el deseo.