18 de abril de 2024

Críticas: La doncella

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El director de cine, el manipulador total.

Es muy común oír la máxima de que “el cine es manipulación”. Y probablemente sea cierto. Toda película manipula, desde el momento en el que la persona responsable filma una serie de aspectos y deja otros sin filmar, y desde el momento en que los filma de una manera concreta. Alcanzar la objetividad absoluta es una quimera, pero, obviando este primer punto, que se establece como la base de la realización cinematográfica, se puede hablar de (cierta) objetividad o subjetividad, y, sobre todo, de honestidad y de manipulación. Desde los años noventa se ha puesto muy de moda en el cine comercial el prototipo de guion que juega con el público en todo momento para tenerlo en vilo. Suele tratarse de obras en las que el guion es el verdadero, y a veces único, protagonista del relato, y, dentro de estos, la trama es la responsable de generar tal expectación. Esto se consigue mediante técnicas como la de dar volantazos de guion –giros narrativos inmensos, que tiran por tierra todo lo hasta entonces contado para presentar una nueva realidad– o la de sembrar el camino narrativo de migas de información, de tal manera que la audiencia tenga que estar en todo momento atenta a esas cápsulas de información, normalmente enrevesada y difícil de comprender, que se le van suministrando poco a poco. Son sólo dos de las muchas estratagemas existentes para enganchar al respetable. Maniobras de ética dudosa y que habitualmente carecen de mérito, más allá de la capacidad necesaria para construir una historia con gancho. Técnicas entre las que el giro final, momentos antes de que termine el metraje, se lleva la palma. Todas estas obras que presentan estas argucias suelen carecer de interés, una vez que se desvela el misterio que encierran. Proyectos pensados para el entretenimiento efímero, para la fecha de caducidad, para el visionado único, pero que prescinden de construcciones complejas o puestas en escena elaboradas, pues, en última instancia, no son otra cosa que productos de marketing a la caza del taquillazo.

En 2013 se estrenó una película que ejemplifica esta manera de hacer cine en cada segundo de su metraje: Ahora me ves… (Now you see me). La cinta de Louis Leterrier dedica toda su extensión a jugar con el público, y para ello no duda en mentirle a la cara, en hacer pasar por verdaderas unas imágenes que carecen de sentido si se analizaran con detenimiento –por poner un ejemplo paradigmático, las típicas escenas de personajes que aparecen en solitario y que no muestran sus verdaderas intenciones a la audiencia, cuando la idea de estas escenas es que, precisamente, lo hagan– y en cambiar las reglas del juego según le convenga a su guion. Esta película es salvaje en su manera de manipular, y es lamentable en la manera de usarla. Aquí la manipulación es el medio para obtener un fin, que es el de mantener a los espectadores atornillados a la butaca –en caso de que estos no se paren a pensar en el gigantesco absurdo que están viendo; de evitar esto se encarga el frenético montaje y la verborrea de sus personajes–. Además, se trata de disimular esta manipulación, que no se muestra a las claras. El guion aparenta ser honesto, jugar limpio, pero la realidad es bien distinta. Tal grado de falta de ética, sin embargo, funciona como el contraplano perfecto con el que comparar la película a analizar, La doncella (The handmaiden).

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La nueva cinta de Park Chan-wook manipula casi tanto como la de Leterrier. La historia comienza como un drama de tintes cómicos, en la que se muestra el plan de un par de pícaros coreanos para desplumar a una mujer japonesa de clase alta, todo ello en plenos años treinta y en la Corea colonizada por Japón. Cuando se llega a un punto concreto del metraje, la historia da un giro y nada es lo que parece. Se establece la primera manipulación. El juego vuelve a comenzar. Así sucesivas veces, pues la trama se divide en episodios, cada uno de los cuales muestra una visión diferente de la misma realidad –es decir, que en cada caso se muestra una realidad diferente–. Sin embargo, esta manipulación es evidente y no se esconde. Con el paso del metraje, es fácil reconocer cuál es el verdadero juego al que está jugando el director coreano. Eso explica que dicha manipulación se explicite; no puede suceder de otra manera, puesto que aquí la manipulación es el fin, y no el medio. Park Chan-wook juega con su público, pero lo hace partícipe, o al menos le concede una espada y un escudo con el que protegerse de las jugarretas que el autor le tiene preparado. De esta manera, se construye un juego por encima del juego aparente. La trama, aunque jugosa, inteligente y bien trenzada, funciona como una excusa para hablar de otros temas, que se resumen en dos grandes campos: la manipulación y la dominación.

El tira y afloja entre la mujer japonesa, su tío, la criada coreana y el impostor coreano es un juego de dominación. Los jugadores se posicionan sobre el tablero cinematográfico y cada uno juega sus cartas lo mejor que puede, en función de sus intereses y sus sentimientos, cuidándose de no caer en las trampas de sus compañeros, que pasan de aliados a oponentes en función del panorama que se presente. Desde fuera, los espectadores observan, pero, como si los propios personajes fueran conscientes de que están siendo observados, también ejercen este juego de dominación sobre el público, y lo hacen a través de la manipulación, guiados por las directrices de Park Chan-wook. El director esconde información de manera voluntaria a base de elipsis en la narración y al narrar los sucesos desde diferentes puntos de vista –la subjetividad de la mirada implica la creación de una realidad diferente–, de tal manera que nunca nada es lo que parece. Con el paso del tiempo, la audiencia se ve inmersa en un universo de escenas solapadas, vistas de manera repetida pero desde diferentes puntos de vista, lo que genera tal caos en la interpretación de lo que está sucediendo que, al final, al público no le queda otra que desconfiar de cada imagen que está viendo. Park Chan-wook busca que esto ocurra, y con ello consigue manipular al público para así tenerlo a su merced, preso de sus imágenes y de la credulidad inherente a todo espectador, que en cualquier película siempre interpreta, de  manera subconsciente, lo que ve como la verdad.

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¿Y a dónde quiere llegar el director con esto? A la dominación, el segundo punto del proyecto y el gran subtexto de la película. Para empezar, sitúa la narración en la Corea de los años treinta, ocupada –dominada– por Japón. Esto genera una serie de tensiones y odios entre ambos países, que se plasman en los diálogos, en los que se mezclan ambos idiomas y en los que cada personaje se decanta por uno u otro en función de sus intereses, según la imagen que quiera mostrar de sí mismo. El autor también habla de la dominación de clases, pues los coreanos trabajan en casa de los japoneses y están a su servicio. Dentro de esta sociedad, machista por definición, también existe una dominación de los hombres sobre las mujeres, lo que se explicita en el autoritarismo del tío sobre la sobrina y del pícaro sobre la sirvienta. A su vez, mediante el engaño que se plantea al principio de la película, el propio pícaro quiere dominar a la mujer japonesa, en principio para exprimir toda su riqueza material, pero, según avanza la trama, también su riqueza física. Esto se expone en una serie de secuencias en que suceden en la biblioteca que el tío de la mujer japonesa tiene en su gran mansión, en las que se viene a sugerir que se expone la carne al mejor postor. Se trata de una explotación por parte del hombre sobre su sobrina, que a su vez es víctima de los demás invitados a la sala, que observan, erectos, los pasajes eróticos que se ve forzada a narrar, y que por momentos también debe interpretar.

Relatar un drama de opresión machista sería demasiado sencillo para otro pícaro como Park Chan-wook. El director juega con las expectativas y le da constantemente la vuelta a la tortilla narrativa. Lo que empieza como opresión sumisa torna en acción vengativa, pues las dos mujeres se alían y combaten la situación que les ha tocado vivir. De esta manera, la cinta se convierte en un alegato feminista de empoderamiento por la fuerza, la manipulación y la ausencia de moral. Una serie de motivos visuales hablan de los peligros del hombre, de ahí que haya que acabar con ellos. Planos como los de la serpiente decapitada por una de las mujeres hablan de la castración de un símbolo fálico, como fálico también es una de las piezas del aparato para la edición de libros que en determinado momento se usa para causar daño físico: el símbolo fálico es retratado como peligroso y aparece manchado de sangre. Sin embargo, es necesario destacar que este daño se ha perpetrado sobre otro hombre. Esto, sumado al devenir de la historia, sugiere una precipitación al vacío del género masculino, incapaz de controlar su poder y condenado, por estúpido, a la autodestrucción. Un género que es mostrado como claramente inferior al femenino en inteligencia y capacidad de manipulación, pero que por fuerza física ha tenido la sartén por el mango hasta el momento en el que pasan a la acción las mujeres. En este sentido, el mayor símbolo que puede hablar de castración y de empoderamiento son esas bolas chinas que aparecen al final de la cinta. Este objeto, compuesto por dos esferas, remite de manera directa a los testículos del varón, lo que funciona en un doble sentido de castración y de placer a costa del sufrimiento masculino, o de placer sólo posible tras haber perpetrado la liberación del yugo machista.

Relatar un drama de opresión machista sería demasiado sencillo para el director coreano, y relatar una trama de rebelión feminista, otro tanto. El autor no se conforma con lo evidente, ni siquiera con esta loable propuesta que muestra cierta profundidad reflexiva, pues, una vez que se compara con lo que finalmente desarrolla, esta propuesta luce escuálida. A la vez que el realizador narra una historia feminista, la plaga de ideas que remiten a lo masculino. Por muy feminista que sean los actos que tienen lugar, estos son filmados por un hombre, que no sólo no esconde su visión masculina del asunto, sino que la estimula. Esta es la decisión formal más arriesgada de toda la cinta y la que más problemas le va a acarrear, especialmente por parte de un espectro de la crítica con los sentimientos quizás demasiado a flor de piel como para captar la verdadera intención de su autor, que está implícita en sus imágenes, pues sólo hace falta profundizar en el discurso para localizarla –aunque es muy probable que uno de los objetivos de Park Chan-wook sea, precisamente, que una parte de su público se escandalice y ponga el grito en el cielo–. Estas ideas se magnifican en las escenas de sexo lésbico, filmadas para estimular los sentidos del público masculino, hasta el punto de rozar el cine porno mainstream. A su vez, vuelven a entrar en juego las bolas chinas, con su similitud testicular. Estas, como cabe esperar, son utilizadas como instrumento del placer, por lo que, mientras la una le da placer a la otra con estos utensilios, lo está haciendo con un símbolo puramente masculino, por lo que, en última instancia, viene a decirse que, en esta película, la mujer recibe placer siempre a partir del hombre.

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Hay que insistir en que nada de esto es casual. No hay que olvidar que la manipulación no ha desaparecido, y en todo momento está presente. Mientras los personajes desarrollan sus motivaciones, a su vez son siempre controlados por la figura del director. Park Chan-wook se muestra conocedor de su poder, que explota para manejar a su antojo a sus protagonistas femeninas. Por ello, estas caen en las redes de un hombre contra el que, ya sí, no pueden combatir, pues son presas de su condición de personajes ficticios manejados por una persona real, que es la que controla todos los aspectos de la narración. Y es que, al final, ¿quién hay más manipulador que un director de cine? Pero la reflexión no termina ahí. Esta es la visión de Park Chan-wook, que, como hombre heterosexual que es, vive fascinado por el cuerpo femenino, presa de la disyuntiva entre el superyó –el ser social ideal, ese que se comporta siempre de manera adecuada– y el ello –el ser subconsciente, ese que se deja controlar por los instintos más bajos, entre ellos los carnales, los de posesión y los de sometimiento–. Como varón heterosexual, su mente está invadida por el acto sexual, el placer carnal y las ansias de alcanzar la representación física de su deseo, que es el cuerpo femenino. Por tanto, aunque maneje los hilos de la narración de esta película, vive preso del cuerpo femenino, por lo que es dominado y manipulado por sus esencias. Así, en un gesto de valentía y de autocrítica gamberra e inmoral, Park Chan-wook sugiere que, en última instancia, no es el verdadero gestor de esta cinta y admite de manera velada sus limitaciones como ser humano. Todo manejado con exquisito gusto, todo presentado en un sinfín de capas de profundidad, sin cerrar el discurso a sentencias categóricas. Park Chan-wook gesta una obra brillante en lo formal, con un manejo sublime del tono y su habitual talento para la narración en imágenes, pero, lo que es más importante, crea una película incómoda, que no se posiciona en nada particular, que deja al público en un mar embravecido, incapaz de asirse con seguridad a nada. En resumidas cuentas, el autor coreano, al igual que su homólogo Nicolas Winding Refn con The neon demon, propone uno de los juegos más estimulantes que puede haber para la crítica de cine, y para cualquier mente despierta con ganas de que le den guerra.

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