
Sangre, sudor y lágrimas
El catalán Albert Serra, conocido por su inclinación a la creación de polémica tanto en su obra como en sus declaraciones, presentó en el último Festival de San Sebastián su último trabajo, un pseudo documental llamado de nuevo a la controversia, que sin embargo finalmente logró aunar la opinión de jurado y crítica consiguiendo alzarse con la Concha de Oro: Tardes de soledad, en el que se ofrece una mirada minimalista y muy concreta sobre un mundo que tiende al histrionismo tanto como el propio personaje que ha creado el realizador de sí mismo, el del toreo.
La película nos muestra la rutina fragmentada durante los días de faena del matador Andrés Roca Rey, estableciendo una conexión con el resto de la filmografía de Serra y su querencia por historias del imaginario colectivo, pero alejándose del esquema narrativo tradicional (caracterizado por buscar en la mayoría de los casos la acción y los puntos de interés). En este sentido, quizás lo primero que distingue este filme del resto del autor es que deja en un plano más secundario sus habituales momentos de vacío y transición (aunque continúa habiéndolos, y son muy hábiles en su uso del fuera de campo), para centrarse, esta vez, en el punto de mayor interés del denominado festejo: las propias corridas de toros. Un argumento tan simple y repetitivo en apariencia, como poderosísimo en su trasfondo.
El detallismo con el que Serra nos acerca a la primitiva práctica de obligar a un ser vivo movido por su instinto a enfrentarse a su fin en un espectáculo creado por una mente racional para su propio divertimento, es algo prácticamente nunca visto. El propio creador ha manifestado que el objetivismo (si es que existe la neutralidad en un tema tan polarizado) era su principal interés a la hora de meterse literalmente en la amalgama de fluidos y bullicio del ruedo. Una suerte del Escuchamos, pero no juzgamos, que en la actualidad está en boga. Sin embargo, el resultado final, ya sea en contra del propósito de Serra, dista mucho de quedarse en la barrera de la pura observación.

En una película tan configurada a través del sonido y la imagen, los primeros planos del toro desorientado, sangriento y con la respiración entrecortada son mucho más elocuentes que cualquier discurso narrativo. No hay necesidad de recrear ni manipular ningún aspecto del proceso, ni exagerar lo que acontece en cada corrida: con la realidad que queda expuesta ante la cámara ya es suficiente para que cada espectador reflexione sobre ello. E igualmente hay cierto posicionamiento a la hora de elegir en el montaje final mostrar al animal derrotado bajo la lluvia o moribundo con los ojos en blanco arrastrado por el barrio mientras la multitud vitorea. Un ciclo de vida y muerte que ya hemos visto en el cine de Serra en otras ocasiones, con el que parece haber puesto en imágenes las palabras de Pío Baroja en su libro La busca (1904):
Él suponía que los toros era una cosa completamente distinta a lo que acababa de ver; pensaba que se advertiría siempre el dominio del hombre sobre la fiera, que las estocadas serían como rayos y que en todos los momentos de la lidia habría algo interesante y sugestivo; y en vez de un espectáculo como él soñaba, en vez de una apoteosis sangrienta del valor y de la fuerza, veía una cosa mezquina y sucia, de cobardía y de intestinos; una fiesta en donde no se notaba mas que el miedo del torero y la crueldad cobarde del público recreándose en sentir la pulsación de aquel miedo.

En cuanto a la figura del torero, al centrarse en ella la película se convierte visual y musicalmente casi en un thriller psicológico en torno a la excéntrica existencia de una persona que acaba su jornada de trabajo impregnado de los restos de la criatura a la que ha matado sin aparentemente alterarse. Una especie de Dorian Gray cuyo temperamento sereno se transforma en una entrega total a la hora de enfrentarse al toro, con la consecuente degradación física que aumenta tras los embistes de cada corrida.
No deja de ser perturbador tampoco el infantilismo con el que es tratado al torero por parte de su cuadrilla, desde vestirle hasta alabarle constantemente. Una absurda forma de endiosamiento que encierra algún momento de belleza estética como la pulcritud del momento de montar todo el traje de luces (en comparación con la suciedad del resto del metraje), dentro de una arcaica sucesión de rituales tradicionales y religiosos.
Es Tardes de soledad un filme que conmueve y remueve, que escuece mirar de frente; tan didáctico como a momentos árido. Una obra de cine activo y orgánico que se transforma según los ojos de quien la vea, y lo que para algunos es disfrutable y emocionante, para otros es una exhibición costumbrista desoladora. Ambas posiciones encuentran en la película argumentos de sobra para reforzar aún más su postura, incomprensible para el otro.