«Odias a esa mujer, y algún día la odiarás lo bastante para matarla»
Durante los años ´50 el film noir americano desarrolló hasta la extenuación, y brillantemente, uno de los arquetipos que lo sitúan como permanente referencia en la historia del cine: la femme fatale. Otto Preminger, el autocrático director de origen austríaco, fue el elegido por Howard Hughes para dirigir para su RKO un relato de Chester Erskine titulado Murder Story, una historia inédita cargada de una ambigüedad moral escandalosa en aquellos días. No fue equivocada la elección del director; Laura, sobre todo Laura, de 1944, Fallen Ángel, de 1945 o Daisy Kenyon, de 1947 demostraron la increíble capacidad de Preminger para desmenuzar a ese personaje femenino que es capaz de todo para lograr sus objetivos –casi siempre relacionados con el dinero, el poder, las pieles y las joyas-. El creciente protagonismo de este personaje se articuló en torno a una serie actrices que se convertirían, paralelamente al éxito de estas películas, en iconos absolutos, imágenes destructivas que protagonizaban los sueños de la sociedad americana. Hughes, aprovechando que expiraba su contrato con la RKO, contó con Jean Simmons en esta película para acompañar a un Mitchum magnífico, en la plenitud de su carrera y que se permitía el lujo de levantar la voz al mismísimo Preminger y salirse con la suya. El poder por aquella época de Mitchum en la RKO era enorme. Había filmado unas cuantas obras maestras para la productora, Hughes era su amigo y se sentía como pez en el agua grabando para los estudios. La lucha de egos en el rodaje dejó una set lleno de tensión y algún que otro episodio memorable entre el trío Premminger-Mitchum-Simmons. Rodada en diecinueve días, el resultado, sesenta años después, es colosal.
Frank Jessup (Robert Mitchum), conductor de ambulancias. Otro tipo de los que tenían un negocio antes de Pearl Harbour. Frank es un listillo, antiguo piloto de carreras y cuyo sueño es poder montar un garaje especializado en piezas de recambio para deportivos de todas las marcas: «en esta zona hay más de 5.000 dueños de coches deportivos», asegura, «es un negocio con riesgo cero». Mientras su sueño se va destruyendo con el paso de los años, Frank pasa sus días haciendo turnos y tomando café en esos sitios que aparecen en los cuadros de Edward Hooper. Halcón de noche. Frank también tiene algo, nada serio. Mary Wilton (Mona Freeman) es una chica de las guapas: rubia, física, suave, cercana. Un bombón. Trabaja en un hospital y le gustaría un compromiso. Pero solo tiene ahorrados 1.000 dólares y con eso no se monta un negocio de bugas. Las noches pasan, los turnos de noche se hacen interminables y buscar otro trabajo también sería ahogarse, aunque en un retrete diferente.
Pero una noche, siempre una noche, algo diferente. Una llamada. Una emergencia en una de las colinas ricas de L.A. Frank y su compañero, Miller (Robert Griss), acuden como siempre acompañados del nino-nino. Frank ya parece estar teniendo pesadillas con el soniquete inaguantable. ¿La emergencia? Lo de siempre, aunque esta vez parece haber un tufo raro: una familia adinerada, los Tremayne, un accidente doméstico con tintes de suicidio o intento de asesinato, una madrastra, un padre que nunca supo lo que eran unos pantalones y una hija…bueno, una hija. Decir de puta ya sería aventurarse. A Frank, a Frank le gustaría saber, conocer, investigar. A lo Sam Spade. Y más cuando, tras volver de nuevo al hospital, ella, Diane Tremayne (Jean Simmons), lo persigue en su deportivo para coquetear con él, para llevárselo a su terreno. «Frank es el tipo perfecto» parece pensar la menor de los Tremayne mientras invita a Frank a salir. La cita es la bomba, piensa Frank. Ella es guapa, tiene dinero, me está buscando y me va a encontrar. Y luego está el negocio, vivir acariciando deportivos, cada vez más cerca. Pero Diane está tejiendo su tela de araña. El garaje de Frank tiene la misma importancia que una botella de gin vacía comparado con los planes de Diane: ella no es una listilla de tres al cuarto, es una lista de élite.
Diane es la hija única de Mr. Charles Tremayne (Herbet Marshall) un escritor de éxito pasado que olvidó escribir cuando conoció a Catherine (Barbara O´Neil), o más bien cuando se casó con ella. Diane tiene celos criminales de Catherine. Es su madrastra –la primera mujer de Charles murió en Europa, de donde son originarios- y ocupa lugares que a Diane, en una vida ideal, le gustaría ocupar. Sí, probablemente el de al lado de su cama también. Pero por ahora Diane se conformaría con que todo volviera a ser como antes. Frank ha aparecido en el mejor momento para Diane. El instrumento perfecto para deshacerse de su madrastra, parecen estar diciendo los ojos de ella. Frank es contratado por Diane como chófer de la familia; la tela de araña se va haciendo más y más densa. «Odias a esa mujer, y algún día la odiarás lo bastante para matarla»; le dice Frank tras un episodio que le abre los ojos al ex veterano de lo que tiene ante sí. Él está jugando a dos bandas. Una es dinamita pura, el peligro personificado, pero le acerca al dinero, a su sueño. La otra…ya nadie se acuerda de Mary.
Los acontecimientos se aceleran. Diane intenta encabronar a Frank contra su madrastra. Frank, que se ha mudado al apartamentito que la familia tiene encima del garaje de su mansión, se está quemando. Intenta escapar unas cuantas veces con las maletas hechas. Incluso intenta tender hilos con Mary, de nuevo. Pero la tormenta se ha desatado. Diane manipula el coche en el que su madre va a bajar a L.A. a hacer algunas compras. Catherine se monta, pone primera marcha y…sale disparada hacia atrás cayendo por un interminable precipicio. La placidez de Diane mientras toca el piano en el fatídico momento se vuelve shock en ella cuando descubre que su padre, su amado padre, también iba en ese coche. Ya podemos decirlo, Frank ya lo piensa: hija de puta. Investigación, juicio, dinero y abogado de caché –Miller (Robert Gist)-. Absolución. Diane es la imagen de la muerte. Frank no es muy diferente. Ha sido acusado, ha tenido que casarse durante el proceso con Diane –por aquello de no declarar marido contra la mujer y viceversa y poder salvarse ambos- y siente que todo se ha ido por la borda. Ahora es un outlaw. También se ha dado cuenta de lo qué es Diane. Un último esfuerzo: Mary. Pero Mary está con su compañero Bill y lo quiere precisamente porque es de la clase de tipos que nunca caería con una como Diane. La única salida de Frank es México. Efectivamente, como un auténtico outlaw.
Pero antes de la huída, Frank pasa por la mansión a recoger su maleta: una muda, una cuchilla de afeitar y una botella de bourbon. No tiene nada más. Allí está Diane intentando agarrarse a los recuerdos de su padre para no caer al fondo. Aunque ha estado a punto. Acaba de llegar del despacho de su abogado. Le ha dado una confesión firmada de todo lo que ha sucedido: el cómo planeó y ejecutó el crimen, manipulando el coche para que saliera despedido directamente hacia el infierno. Fuera de sí, hundida, Diane le pide a Frank por última vez que se quede con ella. Pero ya no hay más oportunidades nena, Frank se va a México y se va solo. Parece que por fin va a poder escapar de aquella red que casi acaba con él. Pobre diablo. Cuando se libra de la red se encuentra al lado de Diane, llenando dos copas de champagne, montado en su coche y con la marcha atrás metida. Diane decide que ahora que ya no hay red, el precipicio puede ser un buen final, el único final.
Es curioso, en Angel Face no encontraremos violencia explícita. Ni una pistola, ni un tiroteo. Tampoco oscuridad. Al contrario de lo establecido, el film de Premminger es claro, se desarrolla totalmente a la luz. Curiosa también es la ausencia total de comportamientos histéricos. Jean Simmons despacha la locura de su personaje sin una voz más alta que otra, sin una pérdida de papeles a lo Crawford o a lo Lupino. El film se desarrolla pues desde una elegancia sugerida y una contención de emociones que viste una tragedia imposible. Imposible por lo enrevesado, por lo inmoral de un argumento que destapa, como decía antes, el escándalo. Porque no hay un triángulo amoroso…hay hasta tres: Diane con su padre y Frank –proponiendo a su vez el incesto-, el de Frank con Mary y Diane e, incluso, el de Mary con Frank y su compañero Bill. Conclusión: desde que Frank sube a esa colina, a esa mansión castellesca, el desastre está asegurado. El personaje de Mitchum es un clásico, como los que ya interpretara en Out of the Past, de 1947 o The Racket, de 1951: un veterano de guerra, truhán de noche y cuya ambigüedad se refleja tanto en sus comportamientos como en su rostro. Siempre anda entre dos caminos: o Diane o Mary, o se marcha o se queda, hombre florero o independiente. Cuando lo ves caer por el precipicio, con la champaña en la mano, piensas «un tipo listo que no supo cuándo largarse a tiempo». El problema de la gente como Frank es que siempre termina cruzándose con alguien más listo que él. Diane sin duda lo es. Todo en su cabeza son cavilaciones, estratagemas para quitar de en medio a su madrastra y quedarse sola, con su padre, en esa especie de castillo mansión que domina la ciudad de Los Ángeles. Pero todo le sale mal y ella misma termina siendo su propia víctima.
Para enfatizar el camino de Diane hacia la locura total, Preminger encierra su película en la mansión de los Tremayne llevando a los protagonistas por un ambiente claustrofóbico que va creciendo por momentos. Este encuentra su punto álgido en la escena previa al final donde Diane se hunde literalmente, en una extraña mezcla de patetismo y locura, mientras recorre los sitios más significativos que daban forma a la relación que mantenía con su padre: el piano, el ajedrez, la habitación. La mansión es clave en la historia. Además de servir como cárcel para sus personajes –todos terminan atrapados allí de una u otra manera- también le sirve a Preminger para poner de manifiesto la diferencia social existente entre Diane y Frank. Las imágenes de Preminger recalcan una y otra vez este aspecto conduciendo a los protagonistas de una manera inexorable hacia la muerte. Podemos decir que la narración augura, anuncia en cada momento lo que nos vamos a encontrar al final.
Porque el final no tiene concesiones ningunas. Es de esos donde muere hasta el apuntador. La última escena, la llegada del taxi a la mansión de los Tremayne para recoger a Frank y llevarlo al autobús que parte hacia México, es fantástica. Quizás cuando se habla de uno de los finales más impactantes del noir clásico americano, se habla por esto, por la mirada del taxista mientras toca el claxon esperando que de aquella majestuosa casa salga alguien, aparezca alguien. Plano espléndido y representante perfecto del acento depresivo que Preminger da a su film. A diferencia de otras femme fatal, la motivación de Diane no es por dinero o por una necesidad absoluta de subsistencia. Sus motivaciones son psicológicas y se acentúan con la melancolía producida ante la «muerte accidental» de su padre, convirtiéndola en un personaje febril, enfermo que decide sin vacilación alguna acabar con su vida y con la de Frank. Así pues, si decimos que Angel Face muestra una mirada fatalista no nos estaremos equivocando mucho. Fatalismo además sin posibilidad alguna de redención o arrepentimiento. He aquí de nuevo el film noir y a Otto golpeando sin concesiones el orden establecido y a una sociedad corrupta en todos sus estatus sociales.
Los protagonistas:
La femme fatale: Diane Tremayne (Jean Simmons)
La víctima: Frank Jessup (Robert Mitchum)
La chica buena: Mary Wilton (Nora Freeman)
Frases para la historia:
Diane: «Catherine, ya sabes, las cosas sencillas son siempre las más caras»
Frank: «Diane, no pretendo saber qué hay detrás de tu preciosa cara ni quiero saberlo, pero aprendí una cosa de muy joven, a no ser un espectador inocente. Uno acaba haciéndose daño»
Miller: «La verdad. La verdad es lo que diga el jurado»
Ficha en FA: http://www.filmaffinity.com/es/film687753.html
Ficha en IMDB: http://www.imdb.es/title/tt0044357/
Fuentes: El Cine Negro en Cien Películas, Antonio Santamaría
Muy interesante thriller del gran Preminger, el personaje de la femme fatale (impresionante Simmons) siempre me ha recordado mucho a la Gene Tierney de "Que el cielo la juzgue"…que también merece artículo 🙂
A mí todas estas me recuerdan a no fiarme de las que teneís la carita bonita, aunque luego no valga para nada….somos débiles. De todas formas "Que el Cielo la Juzgue" es un melodrama, creo yo, pero bueno también se le escribirá algo cuando decidamos hacer un homenaje al melodrama de verdad, incluido tu esperadísimo artículo a "Lo que el Viento se Llevó"
¿El melodrama de verdad que es, el de Mizoguchi y los japos? :-p
🙂 El melodrama de verdad es el que veía mi abuela sentada en la mesa-camilla, con un brasero de carbonilla, y que se extendía desde el telediario del mediodía hasta el de noche. Por supuesto en tardes dominicales de invierno de frío infinito
Los dramas de mesa de camilla incluyen a "betedavis" o a "deboraquér",como toda abuela que se precie sabe ;D