La HBO vuelve a hacer gran cine para la pequeña pantalla, poniendo al mando de sus recursos a Todd Haynes.
El guionista y director, autor de I’m Not There, esa infame postmodernilidad que, dicen, retrata a Bob Dylan (a espesos brochazos seminales de paja mental, lamento decir), pone, adaptando, sobre el papel, un drama de notable desarrollo, y lo dirige, tras las cámaras, con el temple y la sensibilidad adecuadas.
La cosa tiene sus precedentes: una novela de 1941 y una película del 45 que, a juzgar por su calificación de “cine negro”, alguna diferencia tendrá con respecto la renovación del material. Renovación que va de que Mildred Pierce, enorme Kate Winslet -no en vano ganadora de un Emmy por soportar la mayor parte del peso de la obra- se separa de su marido. O él de ella. De esas cosas nunca se sabe, nunca se dice o no se quiere saber.
Pierde así la protagonista a un esposo presuntamente infiel y gana al mejor ex-marido de la historia. Pero no todo son ventajas: a la hasta entonces ama de casa le quedan un par de retoños femeninos a los que sacar adelante, en plenos años 30 y en plenos Estados Unidos, léase Gran Depresión.
De semejante premisa nace una historia que toca con acierto diversos temas, algunos obvios, como el menospreciado papel social y laboral de la mujer de entonces, y otros menos evidentes expuesto el conflicto inicial, como el deseo (carnal, sí, carnal, que lleva el cuerpo de Guy Pierce, otro Emmy) y la ceguera que provoca, o lo tarde que puede hacerse en pocos años para educar como es debido a cualquier vástago (y resulta que en esta historia hay una caprichosa hija de la gran puta, con todos mis respetos a su sacrificada madre).
A estos asuntos les ayuda en gran medida la estudiada construcción de los personajes. Por ejemplo, la hija puta, AKA Veda, es un elemento con mucha fuerza y, mal que nos pesa a todos los que deseamos meter su cabeza bajo una guillotina o similar, perfectamente plasmado, y encarnado primero por una joven actriz muy bien puesta en su rol de niña odiosa, a la que toma el relevo una Evan Rachel Wood hecha mujer odiosa. Igualmente logrado está desarrollo de las relaciones de dichos personajes (en él se basa el avance de la trama principalmente). Aunque estas den la impresión de insuficiente cohesión, al desarrollarse mucho en algunos capítulos y poco en otros en las que solo están latentes, acaban uniéndose adecuadamente al final. Pero sí, a pesar de esa presencia pasiva de todos los factores argumentales, se echa en falta un poco menos de unitarismo temático entre episodios (por ejemplo, algo tajante en este aspecto aunque hábil, entre dos capítulos hay un osado salto temporal de varios años).
Muchos matices para el huracán de comportamientos siempre cuestionables que tienen por ojo a la señorita Pierce, mujer con agallas, sí, pero aparentemente enfrentada, así como de repente, a un mundo del todo hostil al que favorece su dificultad para tomar decisiones fuertes. Su ocasional incoherencia. Su titubeo en esto, en lo otro, y en todo lo que ahora es sí, ahora es no. Su condena.
Se hace así una trama sin alardes de complejidad argumental, pero dotada de profundidad suficiente para irse a la cama, o a donde guste el espectador, pensando –cosa sana- en esa Kate Winslet que más que personaje se hace persona, en lo que ha hecho, en lo que hará y en lo que ha de hacer. Y no siempre son ideas agradables las que esta miniserie puede deslizar entre nuestros pensamientos pre-sueño o pre-loqueguste. Cada uno de sus cinco capítulos contiene al menos, de media, un golpe duro (efectismo de buena factura, en otras palabras). Para Mildred y para quien, solidario, aunque con ojo crítico, se sobrecoge ante su drama. Porque no se me ocurre otro género para el de esta historia más definitorio que el de tragedia.
Tragedia moderna en manos de la HBO.
Ningún machote puede asegurar, pues, que no derramará una lágrima. Todos sabemos, y el que no que espabile, quién parte el bacalao hoy en el mundo televisivo a nivel mundial. Home Box Office es siempre sinónimo de calidad, tanto que ya hasta suena a tópico decirlo. Pero lo digo, porque…
Qué producción. Qué años 30 más bien traídos a tu salón. Y qué pedazo actores. Porque no es fácil soportar la carga dramática que requieren ciertos, y no pocos, momentos de la serie, y seguramente en representaciones de otros bajo batutas de otros la verosimilitud era otro cuento. Con todo, llama la atención el extremo al que llegan puntualmente un par de esos intensos momentos: se dibujan, difíciles de descifrar, con un aire esperpéntico, que a la vez espantan –posible intención- por su extrañeza y confunden, algo irrisorios.
Pero… Y qué forma de rodar. Porque la cámara se adapta tanto con violencia a momentos de desolación de personajes, que los hay; como con delicadeza suma a escenas de también delicado sexo (que eso también lo filman muy bien en la HBO, y aquí de forma digna de mención, sí).
Acompaña la siempre cuidada selección de música contemporánea a la historia (de la que ya se hace alarde en Boardwalk Empire, ambientada en los años 20); y con la misma precisión y buen efecto se une a la imagen la intensa partitura de Carter Burwell, otro que viene de grandes pantallas.
Vamos, que aquí no será por detalles accesibles al espectador que tenga por costumbre gozar de ellos. En la factura visual, en las actuaciones, o en el afilado guión.
También puede ser importante señalar, dentro de este último punto (el del guión), la influencia todopoderosa de la HBO. Jamás podremos saber si Todd Haynes por su cuenta habría hecho de Mildred Pierce una soporífera desconstrucción simbólica de los personajes (como hizo con Bob Dylan), o si por el contrario habría hecho una cosa normal (y cuando se dice normal todo el mundo sabe lo que es normal aunque vivamos en tiempos de relativismo). Pero uno puede sospechar más que vagamente que los sacros cánones de la cadena norteamericana influyeron a la hora de poner a la historia en su sitio. Ese que tan bien le sienta al turbulento drama, pulido espejo de ciertas realidades sociales pasadas: el del realismo. Me explico:
Vayan sus producciones sobre gángsteres, sobre polis y cacos o sobre reyes y herederos de un mundo imaginario, siempre tiene en ellas enorme presencia la idea de que aquí, sobre la Tierra, o incluso sobre un mundo imaginario, somos más que buenos y malos. Más que blanco y negro, escala de grises. Cualquier historia que se olvide por completo de ello es simple. Y los que parten el bacalao serial-televisivo en oficinas de los Estados Unidos están en las antípodas, o más allá, de eso.
En las antipodísimas infinitas en otras producciones de mayor recorrido y reconocimiento, en las antípodas en estas cinco horas largas de vueltas de la vida y burlas del destino de la señorita Pierce. En este personaje se ahonda. En el resto se excava algo. Es la clave: el ya mencionado matiz. El don que atrae la empatía del espectador hacia una persona que, a parte del favor del público, encierra en el (bien hecho, todo sea dicho) cuerpo de Kate Winslet ambigüedades, dudas y otras cosillas que harían las delicias de avezados psicoanalistas. Una mujer, en resumen, llevada a la pantalla por el afán de la HBO de (inmediatamente después del de hacer caja; eso sí, a costa de la calidad en todo de todo lo que hace) subrayar, retratándolo, en último término, lo humano de cualquier lance. Lo humano. Lo fascinante, asquerosa, eterna y puramente humano. Dicho así, no parece tan inaccesible la llave del éxito
Escrito por: AGF
Es una película que está muy bien. A veces tengo la impresión de que pese a durar 5 horas y media, era algo apresurada pero se nota la mano de Todd Haynes, un director a tener en cuenta siempre, incluso cuando hace alguna película fallida.
Puro Cain. La versión de 1945 introduce cosas nuevas en el relato para acercarla al cine negro de la época (el asesinato no aparece por ningún lado en la historia de Cain). Podemos decir que está versión de Haynes es mucho más cercana a la historia original.
Obras maestras todas: el relato, la de 1945 y ésta.