11 de diciembre de 2024

The Blue Gardenia (Fritz Lang, 1953)

«Soy periodista, vivo de los titulares»

Nunca dejan de crecer las películas de Lang. La primera vez que ves The Blue Gardenia piensas «este tipo nunca hizo malas películas»; la segunda vez ya elevas el nivel de tu entusiasmo a un «cuidado, The Blue Gardenia es ejemplar, perfectamente una de mis favoritas». Finalmente, a la tercera, empiezas a asustarte contigo mismo «quien dude que Lang es un claro top cinco es que de esto ni entiende ni comprende. ¡Ah! ¿Qué a los incondicionales del director tampoco les gusta esta película? Otros que no tienen ni idea». Un irracional fundamentalismo se apodera de ti y estás dispuesto a lapidar a quien se ponga por delante. Realmente lo que sucede, ni más ni menos, es que te has dado cuenta que has necesitado ver la película tres veces para tomar conciencia de la cantidad de temas que es capaz de poner el director alemán encima de la mesa. Incluso cuando termina, aún te preguntas si necesitas otra más porque «seguro que el cabronazo éste me la ha metido por otro lado y ni me he enterado». Sublime.

Norah (Anne Baxter) es una chica más, sin glamour, que pincha teléfonos en una centralita de Los Ángeles mientras espera a que su novio, su chico de siempre, vuelva de Corea donde anda salvando al mundo del comunismo. Vive con dos amigas: Sally (Jeff Donnell) una jovencita apasionada de las novelas negras (Mickey Mallet, My Knife is Bloody) y Crystal (Ann Sothern), una mujer de colmillo retorcido que disfruta de un plácido noviazgo con su ex marido Homer (Ray Walker). «Siempre tuvo los defectos de un marido. Ahora tiene las virtudes de un novio», se explica. Pobre Homer, una víctima más. Norah, inocente, ingenua, tonta, tira su juventud por el retrete mientras espera al soldado desconocido. Bueno, desconocido no. Norah celebra su cumpleaños sentada al lado de la foto de su hombre y brindando imaginariamente con una botella de champán mientras, con una sonrisa interminable, se dispone a leer una carta recién llegada del frente; «ya que no puedo cenar con él, puedo fingirlo». Sí, está perdiendo la cabeza.

 

La carta. La carta es un torpedo que se dirige directo a su línea de flotación existencial: «querida Norah. Ya sabrás que escribir cartas no es lo mío. Recuerdo que de niños, en Bakersfield, me fui a trabajar a San Joaquín. Te enfadaste porque no te escribía. Me temo que con el tiempo haya empeorado. Eso no significa que no haya pensado en ti. Al tiempo que pensaba en otra persona. Una enfermera que conocí en Tokio cuando me recuperaba de mis heridas. Se llama Ángela. Me dio fuerza, coraje y todo lo necesario para superar el mal trago. No deseaba que esto sucediese. No sé ir contra el verdadero amor. Eso es lo que siento. Estamos enamorados y en cuanto me licencie nos casaremos. Ésta es toda la historia, Norah. No hay mucho más que decir, espero que lo comprendas. Con cariño, siempre y los mejores deseos para el futuro. Sinceramente tuyo». Es que el pacífico es un charco muy grande. Despechada –el sinceramente tuyo es casi un arma homicida– Norah acepta la invitación de Harry Prebble (Raymond Burr) para cenar, tras una oportuna llamada de éste en medio del hundimiento. Prebble es un artista, un dibujante que ejerce de don Juan por los clubes de Hollywood Boulevard mientras retrata escotes, cabelleras al viento y labios prohibidos por la ley. A la tarde se había hecho con el teléfono de Crystal, la compañera de Norah, y había decidido llamar a probar suerte. Y premio, un corazón herido, un cuerpo sin alma, Norah, una víctima perfecta para unas copas y una noche de las que no terminan cuando sale el sol. Como las que le gustan a él. La cita, en la Gardenia Azul. La mecha, unos buscadores de perlas. Sin escatimar en ron, claro.

 

Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… «¿vamos a mi apartamento?» Norah está completamente borracha, embriagada de fracaso, y se lanza a los brazos de Prebble. Y a sus labios. Sin embargo reacciona, Prebble insiste, Norah coge el atizador de la chimenea y…amnesia. El despertar al otro día no es agradable. Hangover, lo llaman los yankees. Aquí es estar más malo que paqué. Pero lo peor no es eso –como casi siempre– sino los titulares: Prebble asesinado. La historia, la periodística, es de Casey Mayo (Richard Conte), un italoamericano que triunfa con sus columnas en el Chronicle. Mientras, la policía, hace sus pesquisas, recoge sus pistas y comienza la cacería: mujer joven, rubia, que usa un treinta y seis –dejó sus zapatos en el apartamento- que vestía un traje negro y que llevaba una gardenia azul, también olvidada, en su solapa. Entonces, Norah, vuelve a ser víctima de nuevo de los hombres. Convencida por Casey de que la va a ayudar, éste, en busca de su egoísta primicia periodística, contacta a través de su columna con ella –Letter to an unknown murderess, titula el artículo–, poniendo en bandeja su detención a la policía. Pero algo le ha pasado a Casey en las dos veces que ha visto a Norah, y mientras servía de cebo: «podría enamorarme de ella», le asegura a su compinche, el fotógrafo. Entonces, de camino a Londres a entrevistar al premier, Casey escucha por el hilo musical del aeropuerto una canción, una canción que es la que estaba en el tocadiscos del apartamento de Prebble y que no coincidía con la que Norah le había contado que sonaba: The Blue Gardenia, of course. Norah salvada, Casey enamorado y Prebble fiambre, víctima finalmente de los daños colaterales que causa el donjuanismo.

 

De nuevo, una historia policíaca le sirve a Lang para hacer un perfecto retrato de la época y poner encima de la mesa temas de complicado, muy complicado negocio. Radiografía perfecta de la situación de las mujeres en los ´50, la película pasa por el acoso sexual, se detiene en la insaciable voracidad periodística, denuncia la delación en plena caza de brujas e incluso le queda tiempo para jugar con una realidad oscura y pesimista donde no hay cabida para un final feliz. Como siempre, el maestro, domina el más oscuro de los géneros con una facilidad asombrosa. Pez en el agua. La historia es la adaptación de un cuento de Vera Caspary (Ring twice for Laura, adaptada por Preminger en 1944 en Laura, una de las cumbres del género) que Lang se encarga de moldear a su imagen y semejanza, aunque muchos consideren esta una obra excepcional, apartada un poco del camino habitual del germano. A mí sin embargo, me parece que recoge un poco de todas sus obras cumbres y resulta sencillo colocarla a medio camino entre las excepcionales Beyond a Reasonable Doubt, de 1956 y While the City Sleeps, también del mismo año.

 

Cierto es que hay alguna característica que hacen de The Blue Gardenia algo diferente. Primero nos podríamos fijar en la canción que acompaña continuamente el film, el tema homónimo cantado por uno de los mitos de la historia de la música, Nat King Cole. Hay que decir que la composición es preciosa y que aparece en varios momentos fundamentales de la película, sirviendo además como llave a la inocencia de Norah. Decir que la canción rezuma clase por los cuatro costados sería quedarse bastante corto. No se entendería la película sin la canción de Nathaniel y esto es algo poco habitual en una película del Lang. También es significativo su acercamiento al llamado realismo negro, esa mirada seca, áspera, distante, que comenzaron a tener los directores americanos tras ver las maravillas que rodaron Di Sica, Rossellini y todos estos cuando salieron a rodar a la calle tras darse cuenta que el Cinecittà había volado tras una esvástica. Eric Rohemer, otro más que bebió de los maestros, afirmaba que «quizás no se trate de Lang tal y como lo conocemos habitualmente; en todo caso es el mejor Becker, un extraño Di Sica. Fritz Lang batiendo al neorrealismo en su propio terreno». Puede que no esté del todo de acuerdo con esta última afirmación, pero lo que sí está claro es que si Lang hubiera rodado en Berlín en 1945, Germania Anno Zero podría haber llevado su firma sin ningún problema.

 

Y como guinda final, el estruendo Lang, que es algo como el toque Lubistch pero con mucho más brío, parecido a un barrilete cósmico envistiendo sobre el césped del Estadio Azteca. A esto ya estamos acostumbrados. The Woman in the Window, de 1944 es el caso más sonado. Pero aquí, como en muchas otras, lo vuelve a hacer. Engaña al espectador de la forma más mágica que se pueda hacer, regalándote siempre un final inesperado, una sorpresa de última hora, un vuelco que haga de la película algo totalmente diferente de lo que habías visto hasta ese momento. Lang sí es emocionante y no la Liga española. Pero lo genial de todo esto es la manera de hacerlo, siempre con honestidad y tratando al espectador como un ente con inteligencia propia y que no necesita que le aleccionen o lo traten de imbécil. A la asesina te la enseña desde el principio, te dice dónde está. Luego, el problema es de cada uno si lo averigua o no, si lo intuye o ni se entera de la media. Pero nada de trucos de magia o fuegos de artificio. Por eso, y por muchas cosas más, se suelen escribir todas las letras de su nombre en mayúsculas. Vamos, lo normal para un claro top cinco, ¿no?, y al que diga lo contrario…

 

Los protagonistas:
El don Juan: Harry Prebble (Raymond Burr)
El regular: Casey Mayo (Richard Conte)
La ingenua: Norah Larkin (Anne Baxter)

Frases para la historia:
Casey Mayo: «Soy periodista, vivo de los titulares»
Crystal: «Querida si una mujer mata a todos los que lo merecen, ¿cuánta población masculina quedaría? »
Crystal: «Siempre tuvo los defectos de un marido. Ahora tiene las virtudes de un novio»

 

Ficha en FA: http://www.filmaffinity.com/es/film743335.html
Ficha en IMDB: http://www.imdb.com/title/tt0045564/

Fuentes: The Philosophy of Film Noir, edited by Mark T. Conard

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