25 de abril de 2024

Críticas: Targets (El héroe anda suelto)

Película dirigida en 1968 por un primerizo Peter Bogdanovich en una producción de Roger Corman y con Boris Karloff como estrella. Pero sobre todo, una cinta moderna.

Crítica con spoilers.

Normalmente, cuando se habla de los directores surgidos del New Hollywood a finales de los 60 y a principios de los 70, suele aparecer el nombre de Peter Bogdanovich, por mucho que su quede siempre en segundo lugar comparado con los Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, Steven Spielberg y compañía. Y eso que fue el director de Qué ruina de función el primero de su generación en disfrutar del áurea de autor. También el primero en ser marginado, repudiado y sobre todo, olvidado.

Surgido del mundo de la crítica, Bogdanovich, como tantos otros, aprovechó las nuevas maneras de un productor único e irreductible como era y es Roger Corman (el cine nunca estará lo suficientemente agradecido a este hombre) para dar el salto al largometraje. Y aunque a diferencia de sus colegas de generación su filmografía ha terminado por desdibujarse de manera alarmante, sus inicios poco o nada tienen que envidiar al resto de cineastas de su época, hoy mundialmente conocidos.

Años antes de su cinta más famosa, La última película (1971), Bodganovich (ayudado y mucho, más de lo que le gusta admitir, por su esposa de entonces, Polly Platt, con la que formó una de las parejas artísticas más brillantes e importantes del New Hollywood) ya apuntaba en su primer trabajo algunas de las constantes que le acompañarían durante parte de su vida. Es decir, ya podemos observar la lucha entre “el viejo cine y el moderno”, o la inevitable salida de escena del primero y sus actores. Algo que estaba presente en todo momento en el caso de La última película, por mucho que se tratará más bien de una película sobre el paso de la adolescencia a la edad adulta,  se nos presenta aquí en un segundo plano, encarnado en el personaje de Boris Karloff y sus intentos por dejar atrás un cine que ha envejecido para el público. Es aquí donde comienza cierto juego de espejos, pues Karloff interpreta un papel que bien podría ser él mismo en el ocaso de su carrera. En este juego de espejos aparece el propio director interpretando a un realizador primerizo y posiblemente la historia que intenta rodar se trate de la propia película, que nosotros, como espectadores, visionamos.

Bogdanovich rueda una película que es ante todo, moderna. Un servidor no puede más que quitarse el sombrero, la corbata y lo que haga falta ante todas las escenas de Bobby Thompson, el antagonista del filme. Recordemos que es el asesino de la cinta. Para mostrarnos eso, Bogdanovich utiliza sabiamente todas las herramientas cinematográficas a su alcance, huyendo de métodos fáciles o mediante el diálogo. Al principio de la cinta, su personaje entra en una casa sin hacer ruido, acto seguido se dirige a una habitación y se pone a curiosear. De fondo, escuchamos una conversación banal de los propietarios. El director no necesita nada más para crear en el espectador la sensación de que en cualquier momento va a pasar algo. Todas las escenas se acercan a ésta. Siempre creemos estar en la calma antes de la tormenta. Y cuando finalmente estalla la tormenta, consigue tomarnos por sorpresa, gracias en especial al maravilloso montaje realizado por el propio Bogdanovich y la montadora Vierna Fields, antes de ser conocida mundialmente como la chica que salvó a Spielberg y su películita de pececitos (Jaws).

Bogdanovich construye su película mediante largos planos (excepto con el sorpresivo montaje, con zooms incluidos, de los tiroteos), en especial en la casa del asesino. Esto no es ningún accidente, se intenta dar la sensación de peligro, de muerte inmediata en la absurda cotidianidad a la que asistimos sin poder gritarle a la conservadora y tradicional familia que salga corriendo. Los pequeños detalles en esas escenas adquieren gran relevancia. Ver la tele, cenar con la familia, charlar en la cama con su mujer…en suma Bobby parece ser prisionero de una vida que no desea. No obstante, para un servidor, el detalle de introducir a su mujer y a su madre en la cama justo después de asesinarlas a sangre fría en contraste en la forma de actuar para con el repartidor que accidentalmente se encontraba en la casa (en suma, un intruso) dice mucho sin apenas palabras de la construcción del personaje.

Los dos mundos, el personaje interpretado por Karloff y el de Bobby (ambos quieren huir de la prisión en la que viven), se encuentran de manera inexorable en un viejo cine. Tenemos aquí otra secuencia memorable. El viejo celuloide que se muere de forma irremediable ante la modernidad dispara los espectadores. Así unas personas que iban a disfrutar de una vieja película donde Karloff asesina, terminan siendo asesinadas.  Pero aquí no termina el juego de espejos.

En un momento dado, Bobby se ve rodeado, y mientras por un lado avanza Karloff para detenerle, por el otro tenemos la cinta que se está proyectando, donde en ese momento aparece… un Karloff andando con paso firme como si quisiera detenerle. Aturdido, el asesino dispara al Karloff de carne y hueso, sin resultado a aparente. Entonces decide disparar a la pantalla, pero tampoco consigue detener a su adversario.

De todas formas aunque hubiera abatido al Karloff de carne y hueso, nunca, repito, nunca, podría haber matado al otro Karloff. Porque la película también esconde un sentido homenaje a un tipo de cine que estaba desapareciendo y más particularmente, a un gran actor como era Boris Karloff.

Una película donde la pantalla dispara y es disparada. Y aunque mata, nunca puede morir. Karloff sigue vivo.

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