Tal como han dicho otros críticos, resulta difícil analizar The Turin Horse sin tener en cuenta un factor externo a ella: es la autoproclamada última obra de Béla Tarr.
El punto de partida de la película es el negro más absoluto. Desde él, un narrador relata la conocida anécdota de los últimos días de Nietzsche antes de caer en la catatonia. Al observar a un cochero que fustigaba violentamente a su caballo, el filósofo se arroja al cuello del animal y, entre llantos, le pide perdón en nombre de toda la humanidad. Un vecino pudo convencerle para soltarlo, en cualquier caso, Nietzsche caería poco después en el silencio (pronunciando antes sus enigmáticas últimas palabras: “Mutter, ich bin dumm”, “Madre, soy simple” o “Madre, soy tonto”) y la mansedumbre total de sus últimos días.
Esta voz en off añade que a pesar de que conocemos bien el destino del filósofo, no sabemos nada acerca del caballo. Un punto de partida extraño y casi humorístico (Tarr dice compartir la afirmación de Chejov “Sólo hago comedias”).
Por si alguien dudaba, esto no es una comedia en absoluto. Es un experimento de cuidada fotografía por parte de Fred Kelemen en el que asistimos a un espectáculo miserable: un padre y su hija, ya mayor, (aquella niña de Satántángó y vista más recientemente en The Man From London) se enfrentan a una rutina pesada. Les vemos levantarse, vestirse, comer una triste patata, mirar por la ventana para contemplar el desolado e infernalmente ventoso páramo en el que viven. También veremos, cómo no, al caballo, que un día decidirá dejar de trabajar.
Tarr irá variando los planos (virtuosos viajes en steadycam incluidos) pero el espectáculo permanecerá prácticamente inalterado.
A lo que estamos asistiendo es probablemente a la película de mensaje más sencillo (al menos de manera parcial) de Tarr: el lento apagarse de la vida, que comienza con este caballo que un día decide que no va a continuar. Tarr, al contrario que Tarkovsky, es ateo, pero un ateo que vuelve su mirada al hombre y contempla, fascinado, su lucha inútil contra la extinción.
Acompaña a este retrato en el que muchos han visto el Apocalipsis (Tarr, por supuesto, lo niega) un leitmotiv repetitivo, triste, pesado, de, cómo no, el gran Mihály Vig, el habitual compositor y ocasional actor del húngaro.
El padre dice una noche que ha dejado de oír, tras 58 años, a la carcoma devorando la madera… la vida y su lenta y silenciosa extinción.
Si es ésta de verdad la última película de Tarr (esperemos que no) ha dejado un testamento brillante en su negrura y en sus tinieblas. Pero no se puede encarar The Turin Horse como una película al uso. Incluso sin tener en cuenta su extensa duración, los diálogos son mínimos. Hay que sentarse y contemplar más que mirar. Hay que dejarse atrapar por su oscuridad y su carácter fatalista. Y esperar el negrísimo final.
Quien pueda, que asista al milagro de ver esta película en una sala de cine.
Yo creo que esta es la peli perfect para hacer las paces con Tarr. 🙂
Sin duda, imprescindible verla en una sala de cine. Es una experiencia única. Y el plano final es algo… algo helador, sobrecogedor, increíble. Uno de los mejores planos finales de, por lo menos, los últimos 10 años de cine. Aunque esto no sea extraño, sólo había que ver la estampa con que terminaba Armonías de Werckmeister.
¿Quién está en guerra con Tarr? 😉
Ciertamente se trata de un final devastador. La vida como lucha inútil.
No, pero más que el final, el plano en sí. Es brutal.