27 de abril de 2024

El director olvidado de McTeague

McTeague nos trae al estadounidense Albert Lewin.

Quizá hablar de Albert Lewin como un director olvidado, después de que mis colegas de sección nos hayan hablado de Regueiro o Walker, sea algo desproporcionado. Al fin y al cabo, Pandora y el holandés errante siempre ha gozado de un culto saludable y El retrato de Dorian Gray no hace sino sumar adeptos año tras año (y reposición tras reposición en los programas de cine de José Luis Garci), aunque tampoco podamos decir que sean las películas más populares y alabadas de su momento.

Y sin embargo, es precisamente la relativa fama de esas dos películas lo que hace que su director me parezca olvidado, por el enorme contraste que existe entre ella, esa fama, y lo escurridizo del resto de su filmografía, tan poco glosado, de tan difícil acceso, tan poco estudiado. Tanto, que incluso para mí, que me dispongo a escribir sobre Lewin, me ha sido imposible ver un tercio de su breve filmografía: Saadia y El ídolo viviente, las dos últimas películas de las seis que realizó. Sobre la última, en particular, no he conseguido leer nunca nada en castellano escrito por alguien que la conozca de primera mano, es decir, que la haya visto.

Así pues, me dispongo a cantar las alabanzas de Lewin, pero también a señalar sus defectos si los hay, reconociendo de entrada la laguna que habrá respecto de esas dos últimas películas, y reconociendo que mi opinión es tan modesta que se centra únicamente en cuatro películas: Soberbia (The Moon and Sixpence, 1942), El retrato de Dorian Gray (The Picture of Dorian Gray, 1945), La vida privada de Bel Ami (The Private Affaire of Bel Ami, 1947) y Pandora y el holandés errante (Pandora and the Flying Dutchman, 1951).

Además de por lo poco vistas, poco visibles y poco comentadas en general que son al menos cuatro de sus seis películas, otro de los motivos por los que me parece olvidado Albert Lewin es por lo poco que se puede leer fácilmente sobre él, sobre todo teniendo en cuenta lo jugoso de su filmografía para los seguidores de la llamada, discutida y nunca del todo bien entendida “política de autores” (y ello reconociendo también no ser el más leído en estas cuestiones, pero una búsqueda rápida por la web en castellano o en inglés es sorprendentemente parca en resultados enjundiosos, cuando con poco esfuerzo uno puede leer discusiones sobre directores menos admirados por esa crítica de autores como, digamos, Julien Duvivier). Y es que pienso que lo más llamativo del cine de Lewin es la impresionante unidad estilística que tiene, la coherencia de planteamientos entre unas películas suyas y otras, que habla de una conciencia autoral inusitada en el cine de Hollywood de la época esos años cuarenta en los que los jóvenes de Cahiers du cinéma todavía no habían empezado a hacer de las suyas y a inflar los egos de los directores del sistema de estudios analizando estilemas de los que muchos de esos directores ni siquiera eran conscientes.

Reconoce Vincente Minnelli en su autobiografía que se sentía algo confuso cuando esos críticos, principalmente europeos, analizaban cada una de sus películas como si cada mínimo detalle en ellas estuviera conscientemente planeado para dar un significado concreto dentro del universo Minnelliano, cuando ni él ni la mayoría de sus colegas se consideraban a sí mismos más que piezas de un engranaje industrial que intentaban hacer las cosas lo mejor que podían o sabían, sin ser conscientes de que cada una de sus películas pudiera ser un mensaje en clave sobre una cosmovisión unificada y conscientemente desarrollada. ¿Qué dentro de lo que el estudio les ofrecía elegían lo que más se acercaba a sus gustos? Claro. ¿Qué además cada uno podía tener formas de trabajo y preferencias? Claro, pero nunca con una conciencia clara de ser los autores últimos de sus películas ni de estar haciendo parte de una obra unificada y eminentemente personal.

Y sin embargo, cuando uno ve las cuatro primeras películas de Albert Lewin (que debuta en la dirección en solitario incluso antes que Minnelli), si algo queda claro es la inconfundible sensación de estar ante alguien muy consciente de lo que quiere contar, de cómo quiere contarlo, y de que quiere ser el dueño absoluto del tono, la forma y el fondo de lo que se va a ver en pantalla. Desde la elección de los temas a la elección de los actores, desde la estructura y el coste que va a tener la producción hasta la selección del más insospechado de los colaboradores, todo en esas cuatro películas está evidentemente orientado en el mismo sentido y por la misma persona desde la misma concepción de la película hasta su resultado final (independientemente de que una vez concebida la producción hubiera injerencias no deseadas, lo importante es que la voluntad unificadora está más clara que en la inmensa mayoría de películas de su tiempo).

Por supuesto Lewin contaba con alguna ventaja adicional en esto de tratar de conseguir el mayor control posible sobre sus criaturas que otros directores, y es que había sido cocinero antes que fraile o, más bien, fraile antes que cocinero, ya que llega a la dirección desde arriba, desde la producción. Lewin comienza su carrera en Hollywood como guionista en los años del mudo (es decir, más abajo imposible), pero en los años treinta se pasa a la producción, primero en la Metro como productor asociado de alguno de los éxitos más importantes del estudio (La tragedia de la Bounty, La buena tierra) y después como productor principal en la Paramount, para dar el salto a la dirección en 1942 con Soberbia. Así, cuando da ese salto, conoce ya de primera mano las limitaciones que un estudio grande le va a poner y se lanza en solitario, asociándose con David L. Loew para poner en pie la película en solitario y sin mayores compromisos que intentar crear un producto que la United Artists (paradigma de la productora creada por actores y directores para evitar injerencias de productores, digamos, menos sensibles al “arte”) luego vaya a querer distribuir. Después de la experiencia, artísticamente satisfactoria pero no comercialmente exitosa, tiene dos experiencias más con su antigua casa, la Metro Goldwyn Mayer, para la que empieza a dirigir Madame Curie (LeRoy, 1943) hasta que es despedido, y para la que luego, quizá como compensación de la Metro, dirige El retrato de Dorian Gray, su mayor éxito dentro del redil de la industria.

Y sin embargo, de entre las dos opciones, la arriesgada producción con su amigo Loew y la más segura dentro de la Metro, acaba por preferir la primera, y su Bel Ami la vuelve a producir con Loew, para finalmente producir Pandora y el holandés errante completamente en solitario.

Esta trayectoria ya revela a alguien con un ansia de libertad y autonomía creativa mucho más marcada que la de la mayoría de sus coetáneos, pero donde de verdad se pone de manifiesto su acusadísima personalidad artística es en el resultado final, en sus películas.

Las tres primeras son toda una declaración de principios desde el mismo material elegido: tres adaptaciones literarias, las tres de autores de finales del siglo XIX o principios del XX, y, sobre todo, las tres con un contenido mucho más adulto de lo que el Hollywood de los años 40 solía tolerar. Dos de las tres novelas que adapta, Soberbia y Dorian Gray, están basadas en novelas de autores homosexuales (Sommerset Maugham la primera, Wilde la segunda) en las que la sexualidad es un tema central tratado fuera de todo convencionalismo, y la tercera, adaptación del clásico de Maupassant, está centrada en un periodista que se abre camino en la alta sociedad parisina a base de atractivo sexual y conquista de damas. Por mucho que estas tres películas de los años 40 hagan malabarismos en el alambre de la ambigüedad para aparentar una condena a esa sexualidad desatada y anticonvencional de cara a la galería (dos de ellas tienen una introducción escrita sobre la pantalla donde se nos advierte de lo inmoral del personaje que se va a mostrar, peaje inevitable para que a Lewin le dejaran hacerlas), las tres resultan de una franqueza apabullante, especialmente en contraste con las películas que las rodean en esa década. Las películas de Lewin de estos años resultan más adultas, más complejas y más desafiantes, están llenas de sobrentendidos y sus personajes están muy lejos de los curas que solía interpretar Bing Crosby.

Tenemos, pues, un mismo interés unificando su obra: novelas finiseculares protagonizadas por personajes que desafían la moral y las convenciones de la época hasta las últimas consecuencias, moviéndose entre otros personajes, eso sí, tan adultos como ellos y tan conscientes de cosas como su clase social, su sexualidad o su poder, que no se suelen ver en el cine de esa época. Pero para los más adeptos de la política de autores aún hay mucho más: en las cuatro primeras películas (y únicas que comento) la pintura es esencial, siendo el protagonista de Soberbia un pintor profesional (sosias de Gaugin) y el de Pandora uno amateur, o girando toda la trama de Dorian Gray, como en la novela, alrededor del mágico retrato. Hasta en Bel Ami se las ingenia para introducir un cuadro, La tentación de San Antonio, que fascina al protagonista. En las cuatro la pintura central se muestra en brillante tecnicolor a pesar de que las tres primeras están rodadas, por lo demás, en blanco y negro, acentuando la importancia emocional de esas pinturas (y del arte en general) sobre la vida de los protagonistas. En todas ellas hay un narrador y en tres de ellas el narrador forma a su vez parte de la trama, aunque no es central a ella sino testigo que nos relata lo ocurrido a otros. En ambas está fuertemente implícita la homosexualidad de tal narrador, o de otros personajes. Tres de ellas cuentan con George Sanders y en las tres interpreta a cínicos de lengua venenosa, haciendo en las tres afirmaciones increíblemente misóginas que la trama se encargará de castigar. Dos de ellas cuentan con una impagable Angela Lansbury en dos de los papeles más emotivos y delicados de su inmaculada carrera. No contento con adaptar las novelas más prestigiosas de la alta cultura europea, Lewin busca colaboradores igualmente prestigiosos: la música de Bel Ami la encarga no a un músico de los estudios, sino a un compositor modernista de la talla de Darius Milhaud, y hasta para los bailes de salón de la aristocracia parisina o de los tugurios de Montmartre contrata a la coreógrafa alemana Maria Matray, por no hablar de que, en flagrante pero intencionada anacronía, el cuadro que fascina y asusta a Bel Ami es un delirio surrealista de Max Ernst, del mismo modo que no se conformó con que un pintor mediocre del estudio hiciera la versión oscura del retrato de Dorian Gray, sino que se lo encargó a Ivan Albright y el cuadro actualmente está en un museo de Chicago.

Podemos hablar también de su impresionante manejo de las sombras (no expresionistas, sino llenas de grados y matices, increíblemente envolventes) o de la influencia de Welles en su uso de la profundidad de campo, o de sus composiciones triangulares, o de su uso del fuera de campo…

Es, en fin, Albert Lewin, uno de los directores que más claro parecen tener cómo exactamente quiere que sean sus películas, que más luchó por controlar hasta el último detalle de ellas, y que con más ahínco buscó comunicar una visión personal, adulta y exenta de ñoñería en el Hollywood de su época. Es, indudablemente, uno de los “más” autores que uno puede encontrarse buceando en ese Hollywood.

¿Quiere esto decir que sea uno de los “mejores” autores? Personalmente, tengo mis dudas. Las cuatro películas que he visto me parecen buenas, y tres de ellas muy, muy buenas, pero en todas ellas encuentro una cierta falta de ligereza e incluso de especificidad cinematográfica que las lastra ligeramente. No es exclusivamente la presencia quizá algo excesiva de voces en off y narradores que nos van contando la historia, que nunca ha sido un recurso que me haya molestado especialmente (y que puede ser muy cinematográfico) sino que su manera de contar y expresar parece apoyarse excesivamente en esa voz, y en ocasiones parece que sus películas discurran indolentemente, casi obligadamente, hasta llegar a los pasajes más intensos, donde desaparece la voz en off, y llega una explosión cinematográfica y visual de una riqueza enorme. Sus películas parecen a ratos trámites narrativos algo faltos de magia pero necesarios para engarzar escenas magistrales que condensan la esencia de lo que nos quiere contar y nos impresionan más que el conjunto de la película en sí. Y es que, cuántas escenas memorables y magníficas hay en estas cuatro películas: Mario Cabré toreando a la luz de la luna, Ava cantando o paseando por la playa, o desnudándose (fuera de campo, claro) para nadar hasta el barco de James Mason en Pandora, el descubrimiento final de las pinturas murales del personaje de George Sanders y su destino en Soberbia

Mis favoritas de entre esas escenas serían por ejemplo, el asesinato principal de El retrato de Dorian Gray (una escena de una composición y gradación dramática absolutamente magistrales, que marcó profundamente a Hitchcock, al igual que el resto de la película, como se puede observar en Psicosis, que calca alguna de sus soluciones, como la seca violencia del apuñalamiento o la lámpara balanceándose) o, en esa misma película, la seducción fatal, y prácticamente muda, de Angela Lansbury, que primero se aleja aterrada pero silenciosa, con una tranquila lágrima, y después vuelve entregada, igual de silenciosa y triste, precedida de su sombra, que controla sus actos casi más que ella misma; o, sobre todo, dos momentos claves de Bel Ami: ese en que Lansbury, de nuevo, escribe una carta en penumbra casi total, firmando su rendición incondicional a Bel Ami, (al fondo, iluminada, su cotidianeidad, con su criada y su niña), y ese otro en que, ante el mismo lecho de muerte de su amigo, Bel Ami se atreve a hacer proposiciones a su viuda: la composición triangular que tan bien usaba Lewin (esa cama mortuoria que nunca deja de estar dentro del campo), esas sombras que envuelven al protagonista hasta que, descarnado, se lanza a hacer s gran envite, el brillo revelador en un ojo, el enorme balcón al fondo abierto al mundo que Bel Ami pretende conquistar… Solo por su precisión, originalidad y exquisitez en la composición de las escenas álgidas de sus obras ya merecería ser recordado Lewin, pese a que sus películas puedan adolecer de cierta saturación literaria y cultural.

Y sin embargo, hay algo que todavía se me escapa y por lo que pienso que merece más consideración este director, por encima de la sorprendente unidad de sus rasgos estilísticos de autor o del impacto de muchas escenas suyas: y es que, entrando ya en el corazón de sus películas, pocos, especialmente pocos en los años en que él hizo películas, se han dedicado tan fervientemente a explorar el precio que se paga por la trasgresión y, sobre todo, por la obsesión: los protagonistas de estas cuatro películas lo sacrifican todo en aras de una obsesión, que finalmente se revela ilusoria y fatal, incapaz de llenar tanto como lo hacen las relaciones humanas más sinceras. Y lo que, así escrito, puede sonar moralista (y así debía parecer para que los censores dejaran pasar sus problemáticas historias) es en la práctica, visto en sus increíblemente hermosas imágenes, un dilema comprensible, universal, y de intensidad abrumadora: tanto las obsesiones materiales como los amores de los personajes se nos presentan como indeciblemente atractivos, de manera que entendamos que ninguna decisión es fácil, que la tentación (de San Antonio y de cualquiera) de quererlo todo, desde la perfección artística o profesional hasta la posesión definitiva de la belleza y, por último, la culminación del amor, es perfectamente humana y perfectamente destructiva, y quizá solo puede ser satisfecha a través de absolutos, como la muerte.

Muchos han hilado películas más perfectas, pero pocos han dado puntadas tan finas sobre estos temas como Lewin. Evitemos que las muchas que dio queden reducidas solo a sus dos logros más famosos (y eso incluye hacer campaña para que Saadia y El ídolo viviente sean más accesibles).

Texto de McTeague.

3 comentario en “El director olvidado de McTeague

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