Stanislav, Andrei y Steven. Ficción, misticismo y amor. Todas las visiones descubiertas de Solaris en este versus entre las películas de Tarkovski (1972) y Soderbergh (2002), escrito por D. B.
Lo habitual es considerar que Solaris (1961), de Stanislav Lem, es una novela de ciencia-ficción, y ahí termina prácticamente su misterio: científicos taciturnos viajan a algún lugar indeterminado del cosmos, tienen unas cuantas ocurrencias parecidas a las de un borracho iluminado y pulsan una serie de paneles incomprensibles, obviamente produciendo alguna catástrofe. Pero un análisis tal es absolutamente improcedente y bastante ofensivo: yo siempre he creído que Solaris es una novela costumbrista, como lo era, a su manera, La Divina Comedia (ca. 1304-1320) de Dante, al menos para un intelectual tardomedieval que veía desfilar por claustros de monasterios y universidades toda la genealogía de héroes y dioses clásicos como si viviera en lo que hoy llamaríamos una alucinación psicótica. Es lógico pensar que viajar al Hades y hacer preguntas a su amada Beatriz, símbolo de la fe, es la cosa más natural del mundo, como quien se acerca cada mañana a la esquina y una luz cegadora -también llamada pedantemente «neón»- nos hace una serie de revelaciones relacionadas directamente con nuestra existencia: el gesto muy proletario de tomar un café en el bar.
En realidad las similitudes entre Solaris de Tarkovski y La Divina Comedia son muchas, pero este no es el lugar para listarlas. Baste decir que Harey -bautizada, por algún motivo, como Rheya en la película de Soderbergh-, la mujer difunta de Kelvin, también es una personificación de la fe, pero no solo de la fe: Kelvin llega a tener la inquietante certeza, desde aquella frontera última de la estación espacial sobre Solaris, que tal vez la respuesta a todas sus preguntas, la resolución de sus dilemas sea que la Humanidad es, en medio de la soledad y la desesperanza, objeto de amor, del mismo modo en que ama a Harey. La versión de Tarkovski es en este sentido infinitamente más fiel al texto de Lem que la de Soderbergh: en todo momento se plantea, e incluso se manifiesta en algún diálogo, que el conocimiento humano está al borde del abismo, y que si la solarística, que no es otra cosa que la investigación metódica de la Naturaleza, se encuentra en un callejón sin salida, es porque hay cosas que no pueden comprenderse. Tarkovski, y no hay que olvidar el fantástico retrato que hace Chris Marker en el que se describe su cristianismo ortodoxo, es capaz de hablarnos de Dios sin mencionarlo ni una sola vez: a lo sumo, aparece un icono con la Santísima Trinidad de Andrei Rubliov. Se insinúa de mil maneras distintas, recuperando formas medievales de razonar. Pero esa es su gran virtud: no es, tampoco, un relato de ciencia-ficción. Que se sirva de toda la parafernalia tecnológica, de una imaginería que se encuentra más próxima de Alien que de La leyenda dorada, solo significa que ha pretendido conceder vigencia a su relato. Después de todo, el prólogo de la película es puramente tarkovskiano, con tomas de arriba abajo, plantando a los hombres en la tierra y haciendo surgir los animales como apariciones misteriosas. Esta primera parte no pertenece a la novela.
Pero Solaris, esa masa coloidal y autopensante, ese «yogui cósmico», como se dice en la novela; esa entidad inescrutable, es el mundo que Dios ha creado, que obedece a una ingeniería indescifrable y que retorna constantemente la imagen que el ser humano proyecta: de ahí los espectros, la mujer muerta de Kelvin, las fantasías obscuras del resto de tripulantes. Snaut lo explicita: «¡La ciencia! Menuda necedad. […] No queremos conquistar ningún cosmos, queremos ampliar la Tierra hasta sus confines. No necesitamos otros mundos. Queremos un espejo. Al ser humano le hace falta otro ser humano…». Y uno se pregunta si con «otro ser humano» o con «espejo» está hablando del prójimo, como hablaría un cristiano, o de las limitaciones del pensamiento simbólico, ya planteadas por aquellos científicos, como Wolfgang Pauli, de principios del siglo XX. La sutil ambigüedad del discurso sigue siendo lo más hipnótico de la versión de Tarkovski, que supo captar la forma real del planeta: no como una esfera, históricamente atribuida a la perfección, sino como un vórtice: un mar en constante agitación.
Muy distanciada de Tarkovski y de Lem se encuentra la adaptación, no se sabría decir muy bien si del libro o de la película, de Soderbergh. Lo más llamativo es que narrativamente no tienen nada que ver: Clooney (Kelvin), que está aceptablemente moderado, se topa con su ex mujer en el espacio, y hasta aquí todo es idéntico. Lo que viene a continuación es un romance enrarecido por las circunstancias: obviamente resulta perturbador encontrarse, de repente, con una esposa difunta que le habla como si hubieran madrugado juntos. Aunque el tono es taciturno y, en muchas ocasiones, amaneradamente nostálgico -los flashbacks con la cámara temblorosa causan espanto y risión, a la vez-, las comparaciones son inevitables con Ojalá fuera cierto (Waters, 2005) e inmerecidamente, y solo por la idea mas no por el desarrollo, con la magistral El fantasma y la señora Muir (Mankiewicz, 1947). Es decir, se trata de un relato rosa, edulcorado, melifluo las más de las veces: las escenas que se van rememorando, como las citas de Dylan Thomas -absolutamente extemporáneas, nada que ver con las menciones de los histéricos de Dostoyevski o el sentimiento de Tolstoi hacia sus semejantes, en la versión rusa-, pueden llegar a provocar cierta vergüenza, especialmente aquellas en las que los dos amantes se solazan desnudos y muestran todas sus intimidades, en un vano intento de consolidar la relación ante el espectador.
Lo peor, no obstante, es cuando se pretende reforzar el discurso científico, que se arrostra de dos maneras: primero, en una conversación de lo más ridícula acerca de Dios, que enfrenta momentáneamente a Kelvin y a Rheya (McElhone): el primero defiende la probabilidad matemática -que no es exactamente accidental, se diga lo que se diga- de la vida; y la segunda, la voluntad creadora e inteligente, esto es, Dios. Al primero uno de sus interlocutores le tilda de nihilista, hecho incomprensible habida cuenta de sus argumentos. En cualquier caso la discusión no viene a cuento de nada y termina con una pelea sentimental. La otra manera de introducir jerga científica se hace mediante una serie de comentarios pedantes a propósito de los espectros: que se pueden desintegrar con un haz de antibosones y desarticular así el Campo de Higgs, es decir, aquella gravedad cuántica aún no demostrada que los convierte en masa; o en un lenguaje plano: lo que hace que existan tales fantasmas. Uno acaba asintiendo por colaborar cortésmente con el guionista.
De todas maneras tampoco se le puede pedir mucho más a Soderbergh. Que su Solaris sea la versión espacial de la película protagonizada por Reese Whiterspoon es exactamente lo que uno espera. La historia amorosa entre los protagonistas tiene mucho más que ver con una relación a distancia de jovencitos vía Facebook, que se mandan fotos y se dicen zalamerías de lo más vagas -por incapacidad lingüística obviamente-, se echan mucho de menos y se despiden por la noche cerrando la ventanita del ordenador; que con toda aquella angustia metafísica de Lem y Tarkovski, que habla de Amor místico por encima de todas las cosas, de la unión en virtud de la fe entre seres humanos, mientras todo lo que altera esta comunión ecuménica -y por eso la mención de Hiroshima o de las medidas desesperadas de mandar radiación a Solaris para que despierte no son casuales- se contempla como castigo y penitencia, como error que debe ser resarcido: el largo vía crucis de una especie que deambula desesperadamente por la periferia de sus posibilidades.
Soderbergh es en realidad un auténtico charlatán, pero un charlatán de su tiempo: en Sexo, mentiras y cintas de vídeo convertía la confesión emocional en un chantaje tecnológico: todo lo que se decía se decía ante la cámara. Por eso Solaris es a veces hiperreal: el primer plano de la herida que se provoca Clooney cortando verdura pretende decirnos algo acerca del mundo: que está ahí, que Clooney no está alucinando, como podría hacerlo en órbita. El primer plano de Cazadores en la nieve (Pieter Brueghel el Viejo, 1565) en la versión de Tarkovski nos dice también algo del mundo: la omnipresencia de un Dios que se manifiesta en los más pequeños detalles, y que por el hecho de existir es difícil sustraerse al milagro permanente de la Creación, que es un enigma sin respuesta (que se mencione a Sísifo tiene, pues, mucho sentido).
Y esto lo escribe, vale decir, no un ateo, sino un escéptico. La versión anodina de Soderbergh no es peor por ser más descerebrada, sino porque retrata bastante bien unos tiempos que son evidentemente más insignificantes. Nuestra realidad está más próxima a sus superficies metálicas y corredizas, a los colchones envueltos en plástico y a tener relaciones sexuales -no estrictamente sentimentales- con algo muy parecido a un androide, y nadie podrá negar que McElhone parece uno de ellos. Soderbergh es, como Dante y Lem, un genio del costumbrismo. Tarkovski empieza a parecer un recopilador de mitos.
Escrito por D.B.
¿Quién es D.B.?
Digamos que es Alan Smithee, que yo sepa no quiere revelar su identidad.