Con casi 90 años a sus espaldas, el cineasta francés Alain Resnais sigue reinventándose e innovando. Todo un ejemplo a seguir, su cine podrá levantar más o menos pasiones, pero es incuestionable su autenticidad y personalidad. Un tipo que está más allá del bien y del mal, que ya no necesita demostrar nada, y que a lo largo de 60 años de carrera jamás se ha acomodado. Sería imposible establecer cualquier similitud entre su celebérrima ópera prima como único director Noche y niebla (tras codirigir con Marker Las estatuas también mueren) y esta última obra; son diametralmente distintas, y en este caso nos sirven para comprender y simbolizar esa larguísima y original trayectoria que ha llevado a Resnais hasta lo que es hoy. Pertenece a esa especie en extinción de artistas cuya inquietud e inconformidad es total, cineastas que que se plantean cada proyecto como retos completamente nuevos y arriesgados, que no entienden de modas, y que intentan siempre sorprender al espectador, y por supuesto a sí mismos en esa búsqueda de lo desconocido. Hablamos de los Lynch, Jarmusch, Cronenberg, Van Sant o Malick. Repetimos que no se trata de gustos, lo cual es absolutamente subjetivo, sino de valorar algo irreprochable: hacer películas por el mero placer que ello les proporciona, capacidad de reinventarse, dar algo nuevo.
Pero hablemos ya de Las malas hierbas, que tiene mucho material de debate. Su propia base, la esencia del film, es la contradicción y la casualidad. Puede suceder cualquier cosa, todo está sujeto al azar. Nada es lo que parece, y parece lo que no es. Y debemos seguir estas premisas porque sino jamás entraremos en la película, porque el director hace uso de unos recursos de distanciamiento desde el primer minuto de metraje que nos llevan a esa posición. Habrá quien diga que es un sinsentido de manera peyorativa, y no le culpamos porque ciertamente no debemos construir un puzzle de lógica narrativa, pero habría que usar el término surrealista para acercarnos a una definición más correcta de la idea de del director, y es que Resnais es muy consciente de cada decisión que ha tomado.
Nos propone un juego muy godardiano desnudando de forma muy radical los mecanismos cinematográficos más básicos: un narrador omnisciente que se equivoca y se traba, mezclas de voces en off que cuesta diferenciar muchas veces, saltos de eje, cambios de luz dentro de secuencias, colores irreales, ralentizados exagerados… Por no hablar del plano del bolso volando que roban a la protagonista al inicio de la película, y que es el desencadenante de todo lo que viene después (robar y volar en francés son homónimos: voler). O de la escena del falso final en la que los protagonistas se besan y aparece un cartelón parpadeante de «FIN» con la música de una reconocida mayor estadounidense de fondo. En ocasiones hasta el montaje rechina, cortando movimientos de planos de manera abrupta seguidos de planos fijos. Resnais hace todo aquello que se supone que son errores, rompe con todas esas reglas que se establecieron como la forma correcta de narrar una película, y los da la vuelta. Encuentra la coherencia narrativa a través de todos estos elementos supuestamente erróneos y aparentemente incoherentes.
Y la descripción de los personajes sigue esa misma línea de irrealidad. Georges Palet (André Dussollier) está casado con una mujer mucho más joven, y se enamora de Marguerite Muir (Sabine Azéma), una dentista de avanzada edad, al encontrar su bolso en un aparcamiento y descubrir que es piloto de aviones. Él profesa un amor incondicional por la aviación y su mayor heroína es la aviadora Hélène Boucher; en esa escena en la que se enamora al ver su fotografía, pasan dos jóvenes y preciosas mujeres por el aparcamiento, y en el off Georges dice odiarlas porque han conseguido excitarle y fijar su atención por llevar esos pantalones ajustados. Es esta dicotomía de amar lo nuevo y lo viejo lo que mueve al protagonista, que al igual que la película es muy moderna en su concepción y a su vez se remite constantemente a referencias del cine clásico.
Aunque la escena que verdaderamente condensa el espíritu de la película es el primer encuentro físico entre sus protagonistas: Georges sale de un cine en el que ha visto Los puentes de Toko-Ri (Mark Robson, 1954), y esa calle por la que transitan y el café al que acuden luego se convierten en el escenario perfecto para dar rienda suelta a ese deseo que tanto ansiaba Georges, la irrealidad de la puesta en escena es total, y sus ecos cinematográficos son completamente distintos ya que por un lado recuerda a la escena de Vertigo en la que James Stewart espera a Kim Novak y por otro lado tiene mucho del cine de Wong Kar-Wai, lo viejo y lo nuevo otra vez, y representado también por el cine y la ciudad; y sin embargo, rodeado de ese ambiente, él reacciona de forma negativa y rechaza a Marguerite. Y le explica el por qué: «Al salir del cine nada puede sorprenderte, puede suceder cualquier cosa..».