25 de abril de 2024

Críticas: 12 años de esclavitud (II)

TWELVE YEARS A SLAVE

Completamos nuestro viaje en torno a la obra de Steve McQueen.

A los pocos minutos de comenzar 12 Años de Esclavitud, la nueva propuesta de Steve McQueen, dos cuerpos tumbados aparecen en un plano cenital ocupando todo el ancho de los márgenes del encuadre. En la parte superior, una mujer; en la parte inferior, un hombre. No vemos la totalidad de ambos cuerpos porque la composición del plano los fragmenta en dos mitades. El contraplano de ese momento es nuevamente un plano cenital, esta vez de los rostros del mismo hombre y otra mujer, su esposa, los cuales ocupan ahora el centro de un encuadre mucho más cerrado. La iluminación tétrica de uno, contrapuesta a la calidez del otro sugiere tanto una fractura temporal como la materialización en pantalla de un estado emocional; a la vez que la importancia en la gestualidad del rostro y la fragmentación apuntan hacia una idea poco ajena en el discurso autoral de su máximo responsable: el trabajo sobre el cuerpo.

Tres largometrajes le han bastado a McQueen para formar parte de ese grupo de cineastas que, como John Cassavetes, Claire Denis o Philippe Grandieux, otorgan al cuerpo el espacio central desde el que perfilar un discurso autoral propio. Porque si en Shame (2011), la enfermiza necesidad de disponer de cuerpos-recipiente despojados de identidad con los que satisfacer el deseo infértil a través del sexo banal, era a su vez la cárcel existencial del personaje que interpretaba Michael Fassbender; en 12 Años de Esclavitud la cosificación del yo aparece determinada por una evidencia física, como es el propio color de la piel; y la violencia como método sobre el cual trabajar en la anulación del individuo.

TWELVE YEARS A SLAVE

Del Solomon Northup (Chiwetel Ejiofor) acomodado, culto y libre, al Platt esclavo solo media un contrapicado de un cuerpo pasto de una violencia despiadada por reclamar un pasado, unas palabras y un nombre que ya no le pertenecen. La fina línea que separa la libertad del genocidio es la trastienda misma de la capital de los estados del norte; una celda a espaldas de la ciudad desde la cual los gritos se enmudecen. Es el inicio de la metamorfosis de un cuerpo en tránsito; el bautizo de una identidad reseteada y lista para ser degradada; la certeza de un brusco cambio de status que ha pasado a situarlo en la parte más baja de la pirámide social. Y sólo será culminada cuando, durante el funeral de otra víctima de los campos de algodón, su rostro, en un largo primer plano, rompa a cantar junto al resto de los esclavos que alimentan el sanguinario engranaje de la plantación capitaneada bajo el sadismo de Edwin Epps (Michael Fassbender), y su esposa (Sarah Paulson). La brusquedad del plano que abre la película no sólo nos sitúa en un tiempo y un espacio determinados, sino que perfila una relación de sumisión entre una multitud despersonalizada (negra) frente a un individuo (blanco) con el cual, montaje mediante, no llegaran a compartir plano.

La palpable fisicidad de las imágenes que exhibe una película como 12 Años de Esclavitud encuentra así su correspondencia en un planteamiento frontal nacido del compromiso. Y ante esa frontalidad responde el tratamiento de una violencia que todo lo contagia. Al cuerpo como mercancía, exhibido, arrastrado, azotado, violado y destruido; y a una puesta en escena que parece buscar una dualidad entre lo etéreo y la crudeza de lo terrenal. Lo espiritual en la belleza de un paisaje de sauces y orillas bañadas por agua centelleante como puntos de fuga, y el contraste con la violencia de un montaje sonoro y visual que convierte las palas de un barco a vapor en algo amenazante; la propia estructura narrativa fragmentada y el horror en la infligida degradación de los cuerpos. E incluso a su planteamiento del punto de vista a través de Solomon. Alguien obligado a experimentar los, hasta entonces desconocidos, padecimientos de la sumisión.

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Pese a la ambigüedad moral planteada en el dibujo de terratenientes como Ford (Benedict Cumberbatch), y la diferencia en el planteamiento formal –aunque siempre a través de la Biblia-, en la presentación tanto de este personaje como, posteriormente, el de Epps (en el que, a través de un sutil movimiento de cámara de los rostros del terrateniente, su esposa y su mano derecha; se sugiere una terrorífica hidra de tres cabezas), existen pocas dudas entre los que ejercen la violencia y los que la reciben. En un momento culminante planificado en torno al plano secuencia, Epps, colérico, obliga a Solomon (que ya ha aceptado su rol de Platt) a azotar con un látigo la espalda de Patsey (Lupita Nyong’o) -la esclava preferida del terrateniente-, porque ésta lo ha desobedecido. Vemos el rostro de Patsey en primer término y, utilizando la profundidad de campo, el proceder a regañadientes de un Platt que, en esos momentos, ha comenzado a metamorfosearse de nuevo en Solomon al desobedecer a su negrero, el cual le exige golpear con mayor decisión. Cuando Epps, borracho y preso de rabia, le arrebata el látigo, el punto de vista cambia y las consecuencias físicas de la violencia sobre la espalda de la joven esclava se visualizan con insoportable detenimiento. La violencia en fuera de foco como la ejercida, en un momento del film, sobre dos esclavos en medio de un camino, ha pasado a ocupar un primer plano del que ya no puede huir. Dos puntos de vista, el de Solomon a través del rostro de Patsey; y el de Epps, a través de los estragos de la violencia en la carne abierta. Si el rostro, paisaje del alma humana, dignifica al personaje; la visualización de la espalda desgarrada lo cosifica.

McQueen recurrirá una vez más a la profundidad de campo en fuera de foco, y lo hará de nuevo a través del rostro de un personaje que reniega en volver la vista atrás. Es la culminación de un viaje en el que tras la fachada de un falso happy end, a diferencia de la violencia vengativa y festiva del Django Desencadenado (Django Unchained, 2012) de Quentin Tarantino; se traiciona los mecanismos de retribución simbólica al dejar el horror sin castigo mientras la realidad paralela en la que Solomon ha vivido durante doce años seguirá cobrándose su incontable reguero de víctimas.

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