20 de abril de 2024

El proyector: la secuencia de Nacho Villalba

Vestida para matar I

Nacho Villalba trae a El proyector de Cinema ad hoc una secuencia de Vestida para matar (Brian de Palma, 1980).

Podría, siendo obvio pero también honesto, haber traído a esta sección una de las muchas escenas memorables que dejó Hitchcock en Psicosis, obra fundamental con la que empecé a amar el cine. No sé, pongamos por caso el mítico asesinato en la ducha, recreado y parodiado hasta la extenuación. Pero como quiera que soy un poco bastardo para determinadas cosas, tiraremos mejor por el remix que realizó Brian de Palma (fotocopiador oficial del gordo) en la tronada y deliciosa Vestida para matar, una de las muchas perlas que nutren su filmografía. Los motivos son diversos: primeramente, porque supone el clímax, la culminación apoteósica (orgásmica, si queremos incidir en ese lenguaje sexual que recorre el ADN de la película) de una estructura secuencial mayor que se inicia con la misma apertura onírica del film, y que cubre, realmente, toda la participación dramática de Angie Dickinson (a efectos prácticos, la falsa protagonista de la película, nuestra Janet Leigh particular). Como decía, esta secuencia cierra un primer tramo narrativo muy bien definido y pautado, prácticamente autónomo en su descripción psicológica del personaje de Dickinson, que podríamos dividir en tres partes: una primera en la que asistimos a su frustración por no poder liberar su libido a través del sexo convencional que le ofrece su marido; una segunda en la que se produce un flirteo con un extraño más una posterior infidelidad, y una tercera y última, en la que el escarceo sexual (la culpa, que esta vez no nace de un hurto con fuga sino del propio sexo extramarital, de esa fractura de las convenciones sociales) deriva en un castigo doble y en la consecuente desaparición del personaje.

Vestida para matar II

Detengámonos en esa segunda parte que, pese a constituir otra secuencia diferente a la que aquí venimos a comentar, en mi mente siempre ha estado fuertemente ligada a la misma. Es, por decirlo de algún modo, como los preliminares en una cópula, siendo la secuencia del ascensor que centra este texto el folleteo propiamente dicho. Y, como en todos los preliminares, lo que prima es la pausa, la caricia, la sutil estimulación. Algo que, en manos del autor de Carrie, equivale a uno de sus elaborados juegos de estilo, una larga y fascinante maniobra de seducción en pleno museo llena de miradas, insinuaciones y desencuentros, de montaje preciso y complejo, y con el apoyo de un Pino Donaggio calibrando las tensiones (fundamentalmente sexuales) que intercambian ambos personajes. En fin, un momento de gran cine que resaltamos aquí únicamente por la forma en que modula y da sentido a lo que vendrá justamente después, que es, si seguimos bajo la sombra de Psicosis, la particular relectura del asesinato de Janet Leigh servida por el bueno de Brian, sólo que sustituyendo la ducha por un angosto ascensor de espacio extraordinariamente bien utilizado. Esta secuencia, comentaba al principio, me apasiona por la forma en que da cierre a un episodio de una gran precisión descriptiva, borracho de forma y brillantemente encauzado hacia una resolución tan salvaje como cinéfila, que es la que verdaderamente activa el motor de la trama, la situación clave en cuyo derredor (asesino, víctima, testigo) se originará el suspense. Es decir, forma parte de una especie de todo, y, como tal, es una parte incendiaria y subyugante.

El segundo motivo es cómo esta secuencia condensa, en su breve metraje, todo el discurso poético que de Palma ha ido configurando a lo largo de su filmografía. Un discurso manierista, profundamente estético y sensorial, en el que el eco a otras películas y autores funciona como reafirmación de un estilo propio; un estilo, claro, basado en la mímesis y el plagio premeditado, y sin embargo absolutamente personal y reconocible. Sólo un verdadero autor puede lograr algo así. En esta secuencia aparecen, pues, los rasgos más característicos de su cine, pero llevados casi hasta el paroxismo: ahí está la obsesión por los detalles, el énfasis en los pequeños gestos (las manos, los brillos, los reflejos), el fetichismo (tan hitchcockiano, por otra parte) de los objetos (el anillo, la cuchilla) o esa forma de dilatar la tensión a través de la perspectiva múltiple y la cámara lenta. Así, una escena breve, rodada en un escenario único y tan limitado espacialmente como es un ascensor, se transforma, en manos de de Palma, en una genuina y soberbia fuente de tensión, entre otras cosas al exprimir las posibilidades del punto de vista mediante el inteligente uso que se hace de los espejos. Es una suerte de tiempo detenido en mitad de un crimen explícitamente filmado.

Y es este último detalle, la contundencia con la que el asesinato es representado visualmente, el que hace que me termine de enamorar de la secuencia. No porque sea un espectador particularmente sádico (que también), sino por la forma en que me conecta con la obra de otro señor al que admiro profundamente, Dario Argento. En efecto, ese asesino misterioso (que no mata en visión subjetiva, pero cuyo travestismo lo convierte igualmente en un puro enigma) ensañándose sin compasión (arma blanca mediante) con una mujer indefensa, y esa forma de aguantar la mirada ante cada corte –el filo recorriendo la mano, la mejilla, finalmente la garganta– tiene mucho del espíritu del cine del italiano, de su forma de entender la belleza que emana del horror más absoluto. La similitud se hace todavía más grande en ese momento inmediatamente posterior al crimen, en el que la víctima, medio agonizante, se topa con la mirada de ese testigo fortuito (Nancy Allen) que desconoce que el asesino aún está dentro del ascensor. Y en esa callada súplica de ayuda de Dickinson, en esa mano que se tiende lastimosamente, no puedo evitar recordar el ya célebre asesinato tras la cristalera de El pájaro de las plumas de cristal, con un Tony Musante igualmente impotente y perplejo ante la naturaleza de un crimen que le traerá (como a Nancy Allen) por la calle de la amargura. No sé si de Palma llegó a ver esta película de Argento, pero hubiera sido bonito que hubiera pensado en ella (además de en Psicosis) a la hora de confeccionar y planificar la secuencia.

Por lo demás, ésta tiene en sí misma la fuerza hipnótica del mejor de Palma, además de muchos detalles oscuros o crueles (la posibilidad de la salvación, frustrada por el olvido del anillo; la charla intrascendente de Allen y su acompañante mientras a Dickinson la cosen a navajazos; la mirada incriminatoria de la niña; la mano ensangrentada impidiendo que se cierre el ascensor) y ese tono enfático, enfermizo y antirrealista que la excelente y herrmanniana partitura de Donaggio realza fabulosamente. En fin, una pequeña joya dentro de una película disparatada y juguetona, pero con mucho y muy buen cine en sus entrañas.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *